De veredas y alternativas

El taxi nos dejó en el centro de la ciudad, a pocos metros de la plaza principal, del museo histórico y del puente. Eso lo sabíamos por los mapas. Ya desde la autopista de entrada, una media hora antes, nos habíamos percatado que el caos reinaba en la calle.
El coche era muy viejo y sonaba a viejo. Y olía a viejo. El chofer conducía con la mirada fija en el frente, encorvado, agarrado al volante como si fuese su salvavidas. Probablemente lo fuese. Se estaba quedando calvo, le faltaban varios dientes de los visibles y unos cuantos de los del fondo también. La radio encendida transmitía música regional continuamente, pero las ventanillas delanteras abiertas generaban que el viento y el ruido de la calle se mezclen con esas notas poco conocidas para nosotros. Cambiaba de carril según el conductor que le tocaba delante. Muy seguido para ser sincero. Y para las bocinas, evidentemente, tenían otro método de uso porque sonaban cada pocos segundos. De hecho, sorprendidos por la situación, jugamos a contar hasta diez sin escuchar un claxon. Era una tarea difícil. Llegábamos a seis. De día hubiese sido diferente el viaje. Hubiésemos observado más el paisaje, a las personas. La noche le daba un toque enigmático. Prestamos atención a los detalles. Los edificios, por ejemplo, se erigían a poquísimos metros de la banquina de la autopista. Supusimos que primero fueron ellos y después el camino. Pero sólo pensar en dormir una noche en un departamento con salida a este mar de motores era escalofriante.
Cuando entramos en la ciudad el transito se hizo mas espeso. Intentamos dialogar con el chofer pero intercambiar ideas era una tarea compleja y, a decir verdad, él no ponía mucho esmero. La dirección de destino se la anotamos en un papel, para evitar confusiones. Después caímos en la cuenta que su alfabeto y sus letras son distintas, otra tipología. Entendió igual. A pesar del tedio los vehículos avanzaban, como dice el dicho popular: sin prisa y sin pausa, salvo cuando se metía de prepo un auto de una calle transversal o algún peatón impaciente y poco cauteloso. Nosotros lo vivimos desde la avenida, porque no agarramos ninguna calle pequeña.
Después de una brusca frenada que no conmovió al chofer, fue que nos miramos con el negro y coincidimos que algo estaba faltando. No sabíamos que pero algo en el paisaje urbano nos hacía ruido, además del motor del auto, los bocinazos, la música y el gruñido de toda una ciudad. Fue entonces que se me cruzó por la cabeza la frase onda verde. “Agarramos una onda verde”, le dije al negro que me asintió con la cabeza sin mirarme, prestando atención a un auto que nos pasaba por la derecha a una velocidad incalculable. Pasaron unos pocos silenciosos segundos y los dos nos unimos en una mirada. Claro, no hay semáforos. Ni uno. Nos es que pasamos algunos, pocos. Que los pasamos en rojo. No, no. En esta ciudad no hay semáforos. Nos encontrábamos ya casi en el destino, o sea en el centro. Se notaba por la cantidad de comercios cerrados, por la gente que deambulaba en la calle, por la vida nocturna. No había lugar para excusas de situarnos en la lejanía, en la periferia. Pero a su vez los coches andaban. Al menos en aquel tramo no habíamos visto accidente alguno, ni resabios. Estar dentro de las cuatro puertas daba cierto resguardo y seguridad, a pesar del riesgo que, supusimos, era matemáticamente comprobable. También pensamos en preguntarle al chofer si una ley, un precepto religioso o algo se responsabilizaba por la carencia de semáforos. El negro intentó, con gestos. Le señalaba llegando a la esquina donde debería haber uno. Dedo índice hacia delante, levemente elevado. Dedo índice y pulgar de ambas manos armando un círculo, repite tres veces la seña y dice en cada una “red, yellow y green”. “Grin, grin”, repetía el chofer mostrando una amistosa sonrisa sin dejar de mirar al frente.
Llegamos a la esquina indicada. Nos ayudó a bajar los bolsos y le pagamos. Nos dijo buena suerte en inglés. Mientras chequeábamos la dirección del hotel en un anotador se acercó un joven a pedirnos dinero. Estábamos en la calle correcta, a unos metros en la vereda de enfrente. Por reflejo caminamos hasta mitad de cuadra y vimos el edificio donde dormiríamos. En ese primer momento no fuimos concientes, esperamos con un pie en la vereda y otro en la calle, con los bolsos en ambas manos. Esperamos, cada uno en su mundo, cansados de tanto viaje. Pero no llegaba la instancia de cruce. Coche tras coche, avanzaban por la avenida llevando consigo una orquesta de ruidos. Esperamos y hasta amagamos pero era peligroso. Otra vez nos miramos. Cambiamos de bando, pensé. Que fácil sería al volante.
El negro sugirió ir a la esquina, tal vez allí sea diferente. No lo fue. Pero si cambió algo: podíamos aprender. En la esquina la gente cruzaba arriesgando su vida casi en cada paso. Sus rostros no indicaban el sufrimiento y la tensión que implica exponer la existencia de uno mismo. Así era para ellos todos los días, desde hace muchos días. Pero era realmente riesgoso; los autos frenaban sólo cuando era indispensable. Una lucha de poderes totalmente desigual. Un David contra muchos Goliat en cada cruce de avenida. Obviamente algunas personas se agrupaban para cruzar, pero una vez en medio cada uno velaba por sus intereses.
Con el negro ideamos algunas tácticas. Podíamos seguir a algún anciano, que seguro iría lento y con la seguridad que sus años le proporcionaron. Podíamos pedirle ayuda a alguien, pero el idioma nos plantaba un abismo en medio. Seguir esperando, mientras tanto, era la opción más segura. De la gente que cruzaba, estaban los que miraban para adelante como si caminasen por una peatonal, estaban los temerosos que empezaban caminando y después de varios pasos corrían los siguientes cuatro carriles. Los irresponsables también atravesaban, a su manera. Pero hubo un grupo que nos llamó la atención y convenimos que debíamos seguir sus métodos. Eran los que cruzaban a paso tranquilo, no lento, tampoco rápido, tranquilo. Dentro de su ligero andar giraban la cabeza a la derecha -por donde venían los automóviles- y miraban fijo al conductor. Intentaban no ceder ante las luces y una vez ganado el espacio continuaban su andar hasta que otro vehículo los desafiaba, y volvían a clavar la vista en su adversario.
El primer intento nos salió mal, tras unos pasos volvimos al trote. Un vago se rió de nosotros. Agarramos fuerte los bolsos, cosa que si volábamos por los aires, bueno en realidad no tiene sentido, hubiésemos volado con bolsos y todo, pero es una forma de canalizar la energía. Vamos. A media distancia venía un Renault oscuro, viejo. Seguimos. Los dos giramos el cuello tratando de no rotar también el cuerpo. Nos compenetramos. Somos peatones y cruzar la calle es nuestro derecho. A unos cuatro metros el conductor decidió empezar a frenar. Lo miramos a los ojos, dientes apretados. Listo, uno menos. Apresuramos el paso al ver dos coches que parecían competir en una carrera, pero ellos también elevaban su velocidad. Dudamos. “Pasamos nosotros”, dijimos al unísono y se escuchó el freno. El motor rugía. Los conductores impacientes nos miraban. Tuvieron que parar. Evidentemente no los quedó alternativa. Como a nosotros.
Aquella noche fuimos David. Y dormimos contracturados, pero en la cama que nos correspondía, en el hotel alquilado y en la vereda que no estacionó el chofer.