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- Hay un flaco en mi laburo que nunca hizo un gol.

Así me recibió Fernando el viernes por la noche. Yo tranquilo y contento con la llegada del fin de semana, me pego una ducha en casa, me cambio, me perfumo por si pinta la pachanga en un futuro cercano de altas horas nocturnas y enfilo para la avenida Corrientes. Me tomo el 19 hasta Bartolomé Mitre y Salguero, subo a la casa de mi querido amigo que me espera con unas frescas en la heladera y unas milanesas en el horno y lo primero que me dice es esto: que hay un flaco en su trabajo que nunca hizo un gol. Está bien, me tengo que poner en su lugar, también con semejante bomba ¿Cómo no largarlo?, pero me dejó sin aire. Aparte Fernando es así, te tira con un misil informático como si te hablase de cuanto le faltan de horno a las papas, y después se va. Huye a la cocina como si nada hubiese pasado. Yo me quedé en la puerta, con la campera puesta y mil preguntas en la cabeza.

Ese fue mi primer contacto con la historia de Martín Adrián Tobeli, un distinto del fútbol. Tobeli, me cuenta Fernando, tiene 24 años y trabaja, como él, en una empresa de computación. Estudia ingeniería, no tiene novia, vive con los padres en una linda casa de Villa Ortuzar, le gusta la música, trasnochar, caminar por la calle y leer revistas en el baño. Es morrudo y más bien bajo. El fútbol no es su máxima pasión, pero tampoco es su enemigo. Lo juega cada vez menos, pero no por ser de los peores en los picados.

- Yo todavía no jugué nunca con él, pero la gente del laburo dice que no es un desastre, aclara Fernando.

Porque están los malos malos, a ver si me explico, uno puede tener poco pie, poco estado físico, poca coordinación, poca visión de campo, poca noción de juego, en fin, unos puede ser malo en muchos aspectos, pero cuando alguien es malo en todos, no hay lo que hacer. Pero Martín Tobeli no. Parece ser que se mueve por el medio, que tiene quite y que es muy molesto. Y que, a pesar de su pie un poco tosco, sirve al equipo. Ahora, esto de no tener un gol le juega publicitariamente en contra.
Martín Tobeli juega extraoficialmente al fútbol desde que tiene uso de razón, un poco por placer y otro poco por la brutal hegemonía del deporte más lindo de la tierra en este hermoso país. Martín Tobeli nunca jugó oficialmente al fútbol. Martín Tobeli no recuerda haber hecho un gol en toda su vida y cuenta con varios testigos que acreditan esta penosa hazaña.

- Para Fer, no entiendo.

Él se ríe sabiendo cada frase que voy a decir, cada pregunta que voy a formular, porque él también las hizo, como cualquier mortal medianamente amante del fútbol al que le hubiesen contado la historia de este muchacho. Claro, en el jardín, en la escuela primaria, recreos, clase de gimnasia, en la calle, en un club, en las vacaciones, en la playa, en el colegio secundario, en una canchita del barrio, en una alquilada, en la facultad, un torneíto, con los del trabajo. 24 años, ni un gol.

- No puede ser.

Convengamos que no hace falta ser buen jugador para tener un corto romance con la red. Tampoco que te lo dejen hacer tus compañeros. Hasta ni suerte hace falta. Pero este pibe ni un gol hizo, que desgracia. Le pregunte si estaba seguro, si no le habían hecho una broma y aseguro que no.

- Chequee la información con varias personas, me dijo y se dijo.

Yo sinceramente no terminaba de entender y mientras abríamos la segunda cerveza para otra tanda de milanesas, trataba de procesar esta información tan movilizante. Pensé en como hubiera sido mi vida sin goles y ojo que yo no soy ningún dotado; se mis limitaciones y aspiro a un poco más. Me acomodo en los partiditos del domingo, algún torneo de once por ahí y no mucho más, pero mi vida sin fútbol no es mi vida. Mi vida sin la hipotética posibilidad de eludir a un arquero, sin ir al área esperando el buscapié, sin saltar con el frentazo listo y los ojos bien cerrados, sin un remate potente de media distancia, sin una comba al segundo palo, sin un rebote, sin el goooooooool y un abrazo. No, no la concibo.

Fue entonces que le propuse a Fernando que arme un partido. Quería conocerlo, observarlo como quien chequea una prenda de segunda mano y juega a ver dónde está la falla, darla vuelta, retorcerla y estirarla con la desconfianza de los incrédulos. Y, por supuesto, quería verlo jugar al fútbol, más bien necesitaba. Así fue que, tras varias semanas de insistencia, logró organizar el encuentro. El plan era no centrar la atención en él, no ponerlo nervioso, no observarlo. Con ninguno de los restantes siete jugadores, además de Tobeli y de Fernando, hablamos al respecto. A pesar de que la historia de este pibe era increíble, los muchachos de su trabajo ya estaban acostumbrados a su figura. Ya habían jugado varias veces al fútbol con él, por lo que los únicos embobados éramos Fernando y yo, y teníamos que disimularlo.

Nos juntamos directamente en una canchita de Villa Crespo, era sábado a la tarde y hacía muchísimo calor. Llegué primero y fui al vestuario a cambiarme. Cuando volví ya había un reducido grupo al cual le consulté si eran quienes debían ser y, al responder positivamente estos, me presenté. Me pregunté si Tobeli sería uno de ellos, ninguno tenía la facha. A los pocos minutos llegó Fernando con los que faltaban y con una seña casi imperceptible me lo señalo. Efectivamente era morrudo, no pasaba el metro setenta. Cabello oscuro y corto. Bien afeitado y portador de una mirada extraña. Me llamo la atención que usase botines y no zapatillas. Jugaba con el short del Palmeiras y chomba. Quise jugar contra él.

Arrancó el partido, con diez jugadores parejos y regulares. Algunos ponían más y otros tocaban mejor, pero no había grandes diferencias entre todos. El balón rodaba sin prisa y sin pausa en esos primeros minutos en donde todos queremos sacar una mínima diferencia en el tanteador pero también queremos florearnos porque no sabemos hasta donde nos van a dar las piernas, o si en algunos minutos el partido se pondrá tan áspero que un caño puede terminar en la tercera guerra mundial. Fernando jugaba en el otro equipo, con Tobeli, que era uno más; la verdad es que no puedo decir otra cosa. El tipo tocaba, corría, apretaba. Iban ya varios minutos y no le había pegado al arco, pero no desentonaba. Confieso que lo miraba por demás, trataba de encontrar una disfunción en su andar, en su manejo de pelota. ¿Le habrá pasado algo de chico? ¿Algo relacionado a un arco? ¿A un festejo? ¿A una instancia final? Todo eso me preguntaba yo mientras jugaba. Mi partido no era el mejor, se notaba que estaba distraído, pero como estos pibes nunca me habían visto jugar, no sabían que era normal y que no. Tuve un par de oportunidades de gol y las desperdicié.

Cuatro a cuatro estaba el tanteador, a la media hora de partido, cuando arrancaron un toqueteo en su área, nosotros presionamos. Pasaron nuestra primera línea con solvencia y salieron de contraataque. Dos nuestros ya habían quedado atrás, yo iba de último hombre. El enganche pasa mitad de cancha y la toca larga para Tobeli que venía corriendo por la banda derecha. Fue un segundo que era pegarle un bombazo como viene o seguir la jugada. Yo le hubiese pegado, pero bueno eso es otro tema. Tobeli la domina en velocidad y me ve corriendo hacia él. Atento, me deja pasar con un torpe quiebre de cadera y la pelota se le va un poco larga, para el perfil izquierdo, el menos hábil. Le pega de zurda o piensa. Yo le hubiese dado de zurda y que pase lo que pase, pero es más de mi juego. El otro defensor intuye que va a rematar y Tobeli hace algo increíble: la toca de zurda, con caño incluido, al compañero que venía por la izquierda, que remata como viene con al primer palo. Gol. Cinco a cuatro ellos. Pero entonces este pibe sabe jugar, ¿o le salió de casualidad?
Duró poco; a los cinco minutos tuvimos revancha y en una contra fulminante quedé mano a mano con su arquero, definí mal pero fuerte y pasó. Fue mi único gol. Lo de fulminante fue para mi, porque no podía mas. Pedí el arco y, entre que nuestro golero tenía buen pie y yo soy grandote, no hubo problemas. Siguió el partido toque y toque, alguna patada, muchos errores. Ahí Tobeli mostró su otra faceta, la rústica. Cuando el partido se puso parejo y quedaban cada vez menos minutos, sino tocabas rápido la ligabas. En los últimos diez minutos habían habido más fouls que en el resto del partido.

- Este pibe nunca hizo un gol, pero las patadas las tiene bien calculadas, le digo a Fernando en un cruce.

Faltaban cinco minutos para el final y ya aparecían los pibes que jugarían en la siguiente hora. Esos desconocidos que mientras se preparan miran el partido y lo hacen sentir a uno como si tuviese una tribuna llena que le festeja las buenas jugadas y le critica las fallas, porque saben lo que es estar ahí dentro, porque entienden.

Qué mejor que llegar al final empatados, que alguien grite “gol gana” con la voz entrecortada de los nervios y el cansancio, con la hinchada lista para festejar e invadir inmediatamente el campo de juego. Como yo estaba en el arco podía pensar un poco más, y mi cabeza no estaba avocada sólo a la resolución del partido. Mi idea de Tobeli para ese entonces no era clara, el tipo no era un crack, claramente. Como cualquier futbolista amateur podía tener arranques maradonianos, como fue el caño que tiró, podía tener mayor o menor rendimiento físico que, al fin y al cabo, no depende del don futbolístico, podía también tirarla a la tribuna y podía poner la pierna fuerte que, de hecho, la había puesto. Pero no meter un gol en toda su puta vida, es increíble. Ahí estaba yo, pensando, hasta que pasó lo que tenía que pasar.
El adicional se había extendido ya por cinco minutos y el referí, dueño y señor de la cancha gritó que si no lo definíamos en tres jugadas se terminaba así como estaba. Una paradójica hinchada lo apoyó. La cancha llegó al punto de ebullición y en eso un delantero nuestro le pega al arco con toda su confianza desde el extremo derecho, la pelota se desvía en uno y se va al corner. Suben todos y yo me arrimo a mitad de cancha. Era nuestra chance, la que todo jugador carroñero sueña: escaramuza, un rebote y adentro. Pero no fue así. En el preciso momento que ese mismo delantero patea el corner me doy cuenta que no hay otra opción que su arquero la agarre con las manos en el área sin muchas dificultades y empiezo a retroceder. Mis compañeros, cegados por la posibilidad de un efímero estrellato goleador no ven esto y se quedan en el área contraria. Efectivamente su arquero toma la pelota y sin bajar los brazos, como indica el manual, la tira larga para un compañero que arranca la carrera. Ese es Tobeli, que en tres metros le saca una distancia fatal a su seguidor.

- Última jugada -grita la hinchada pegada al alambrado.

Tobeli adelanta la pelota y levanta la cabeza, en ese mismo momento yo me planto en la línea del área y lo miro a él, dejando para otro momento la pelota que avanza nerviosa hacia un final incierto. Nos cruzamos miradas y nos vemos el uno al otro. Veo su vida, veo una mirada anormal, veo más allá del partido. Por detrás de él todos se detienen en mitad de cancha, hasta su más cercano perseguidor. Tengo la sensación que se pararon en línea para disfrutar el espectáculo más grande de sus vidas, hasta hubiesen querido sentarse. Tobeli, que estaba tirado hacia la derecha de la cancha, se acomoda en el centro con el balón dominado en su pierna hábil y aminora la marcha sin detenerse por completo. Yo no me muevo, me mantengo con los pies fijados al piso, las rodillas flexionadas y mis ojos que alternan entre el esférico y su mirada. Me mira, lo miro.

- Metelo, le exigen desde fuera. Sus compañeros permanecen mudos.

En el devenir de su acercamiento, ya casi en el área, amaga un remate con la cara interna de la pierna derecha y, con esa misma, se la lleva para su perfil izquierdo. Yo apenas me muevo pero reaccionó a tiempo y lo sigo, casi gateando, arrastrándome y estirando mi brazo como última arma. Se abre lo suficiente como para que mi brazo lo moleste mas no le impida hacer el tanto de su vida, pero al mismo tiempo va cerrando su ángulo de remate. Esta a tres metros del arco por la banda izquierda, casi cayéndose y listo para definir con su pierna menos hábil. En ese momento termina de caer todo mi cuerpo en el piso salvo el brazo. Perdí, pienso, y con este flaco que no le hizo un gol a nadie, literalmente. No sé cómo me alcanzo el tiempo para razonar todo eso, pero creo que hay momentos en que la realidad y la imaginación se bifurcan en distintos planos temporales. Por un segundo saco la vista de la pelota y lo miro a él, que está en su milésima crítica, casi a punto de perder la virginidad. Rebolea la cabeza, mira la bola, mira el arco, mira la bola, me mira. ¿Me mira a mi? ¿Para qué quiere mirarme si yo ya estoy fuera de juego?, me pregunto. Vuelve a bajar la cabeza, y estira la zurda desde el aductor hasta el la uña del dedo gordo, impactando con su empeine el balón que sale disparado, recto y potente, con fuerza. Lo sigo con la mirada desde el piso y este va directamente hacia el alambrado, hacia fuera.

No es gol.

Mucha gente se agarra la cabeza al mismo tiempo en la línea de mitad de cancha. Algunos se arrodillan otros se dejan caer, fulminados. Ni fuerza para gritarle algo tienen. Los de afuera automáticamente invaden la cancha, revolucionando ese falso césped es un final feliz hecho pedazos. Tobeli se queda en cuclillas y yo en el piso. Me vuelve a mirar y yo a él. No me dice nada, no le digo nada. Lentamente se pone de pie y se va a paso lento, llevándose consigo un silencio oportuno y una mirada recelosa.

Los pibes escuchan la historia, se compenetran, y se sorprenden como yo me sorprendí el día que Fernando me la contó. También se indignan, lógicamente.

- Es increíble la mala suerte que tiene este chabón. Armá otro partido Fer, queremos jugar con él, comentaban los pibes al tiempo que se compadecían de su desgracia. Fernando, que traía las empanadas, se reía.

Difícil decisión. Podrán decir que este pibe es un desdichado, que a él le pasan todas, que su historia es única, y no dudo que haya arrancado como una serie de infortunios futbolísticos que fue creciendo desde el patio del jardín hasta los potreros del barrio como una bola de nieve, pero yo lo vi. Lo tuve cara a cara y en ese mismísimo momento en el cual la novela se define, en el cual una acción deriva en un hecho que será contado como historia pura, vi sus ojos, vi eso que tenía que ver. Y me podrán acusar de malpensado pero yo sé que este pibe pudo y no quiso o, mejor dicho, eligió. Eligió seguir siendo una leyenda.