Palomas y otros bichos

Mi oficina está en el último piso de un edificio de seis pisos. Es una pequeña habitación de unos ocho metros cuadrados. Bastante blanca y ordenada. Hay un escritorio en forma de ele con todas las herramientas que exige una oficina hoy día: computadora, scanner, impresora, teléfono, elementos varios de librería, dos butacas y algún otro mueble.

Para sentarse en mi lado del escritorio hay que pasar por un hueco bastante delgado, entre una punta del escritorio en ele y la pared. Una vez superada esta tarea, se está bastante cómodo. A mi derecha tengo una pequeña ventana que me permite ver el pulmón de manzana. Los arboles que oxigenan los jardines de las casas son cada vez menos frente a los edificios que se elevan día a día. A mi izquierda, al lado de la puerta, hay otra puerta corrediza que da a la pequeña terraza. Un espacio muy agradable con un deck de madera en el piso, una parrilla, una mesada de cemento con lavatorio incluido y una pequeña piscina.
El sol ilumina la oficina toda la mañana, generando en ella un extraño microclima; los rayos que entran por la terraza calientan el ambiente. El techo alto de chapa ayuda a subir más aún la temperatura, pero la corriente que generan ambas aberturas (en caso, obvio, que no estén cerradas) es suficiente para airear el espacio. Acá arriba se está cómodo mas allá de la actividad que se realice que, por cierto, a veces no es tan amable.

Esta mañana es particular; no tengo mucho para hacer y el día es impecable. El sol se ve pleno, con cielo despejado. Sin embargo no salgo de mi oficina, ni siquiera a la terraza. No tengo hambre. Como mucho bajo al baño. La computadora y sus propuestas me van desconcentrando sucesivamente. Nada productivo. Lo mejor es la corriente que me cruza de perfil, el cuello, los oídos, la nuca, la cara. Me acaricia y sigue su curso natural. El arrullo de las palomas, que caminan por la terraza, acompaña la radio, como de costumbre. Sin embargo la cantidad de palomas que sobrevuelan la cuadra me llama la atención. Las veo por la ventana que da al pulmón de manzana y las veo del otro lado también. De hecho veo unas aves que no son palomas y que también abundan. Son un poco más grandes pero no logro identificarlas. Tienen las patas más largas y las alas más grandes. Busco en internet el tipo de ave que puede llegar a ser pero no encuentro nada. La desconcentración en mi trabajo es absoluta. Otras personas salen al balcón a ver el espectáculo avícola, pero todas se vuelven a sus adentros rápidamente por lo numeroso que es el número de aves.

Paso de costado del escritorio para cerrar la puerta corrediza de la terraza y vuelvo a mi butaca, pero una paloma entra repentinamente por la ventana pequeña. Ha pasado ya alguna que otra vez; sobre el techo de chapa hay varios nidos y a veces se confunden. La paloma se pone nerviosa y yo más. Revolotea por el techo agitando por sobremanera las alas, reposa un segundo sobre el aplique colgante de luz. Pienso. Entra otra paloma y me doy cuenta que no cerré la ventana pero ya es tarde; la segunda paloma se agita más que la primera y me sobre vuela la cabeza, lo que, además, incita a la primera paloma a hacer lo mismo. Me da miedo. Agito las manos con fuerza y sin destreza. Le golpeo las alas pero no la derribo y siento un fuerte golpe en la cabeza. Un ave de la otra especie se para en el marco de la ventana, me pica la cabeza nuevamente y se mete en la oficina. Creo que triplica en tamaño a las palomas y además distingo que su pico es enorme y puntiagudo. Se chocan entre ellas, pero esta es más agresiva. Estoy sangrando, no me duele. Cierro la ventana en un acto de desesperación. No sé muy bien de donde me sangra, sé que sobre la nuca. Las aves vuelven a la carga sobre mí y no sé cómo defenderme. Por un segundo me siento dentro de una película de terror. Me da miedo abrir la ventana y que sigan entrando palomas pero necesito sacar a estas. Ahora las palomas también se me acercan, envalentonadas por el agite del otro animal. El revoloteo sobre mi humanidad me pone nervioso y me bloqueo. Sólo atino a tirar manotazos al aire. Me pican en la cabeza y en la cara. Vuelvo a abrir la ventana pensando que tal vez salgan pero cuando me doy cuenta entra otra de las grandes. En la terraza hay otra docena de aves. Ahora son muchas las que me pican y la sangre las pone más y más violentas.

En mi desesperación me caigo de la silla y me golpeo fuerte la cabeza con el zócalo. Están sobre mí y sus picos escarban mis heridas, me duele. Lo único que quiero es que termine esta pesadilla. Manoteo el teléfono y me encuentro que no se a quien llamar. En el monitor se sigue viendo la foto de un hermoso pájaro. Intento arrastrarme por debajo del escritorio para abrir la puerta corrediza. Mi ubicación no es buena y un ojo me sangra; no lo puedo abrir. Los bichos me tocan, me pican, están encima mío. Me da asco. Desde el suelo logro levantar mi brazo izquierdo y presionar la traba de la puerta para que abra, empujo y logro abrirla. Apoyo la cabeza en el marco y apenas logro abrir un ojo. Palomas y otras aves entran y husmean sobre mi cuerpo. Estoy cubierto de plumas. Se pelean entre ellas. Se pelean por mí. Ya casi no veo nada. Sólo el sol, que brilla en lo alto. Llego a sentir un aire fresco, que entra por una ventana y sale por la otra, y me acaricia.