¿Alguien tiene un pucho?

Nos han metido en la cabeza que lo que demora se disfruta mucho, muchísimo más. Seguro fue una teoría de equilibrio psicológico inventada antes que antaño, por alguna persona sumamente inteligente, pues hoy dicha teoría continua latente y reconfortante, y si no presten atención a lo que le ocurrió al muchacho este, Luisito.
Sexto hijo de Don Luis y la señora María, con cinco hermanas mayores, era una tumba en su intachable seno familiar, en su casa. Siempre tímido y reservado había cumplido los 18 años, como la mayoría de sus amigos, descaradamente opuestos al correcto régimen de su hogar, pero ya no tan crueles como a los 14 o 15. Que banda era esa, que utilizaba la violencia verbal como puente comunicativo amoroso, que manejaban el insulto y el agravio con la misma destreza con la cual un poeta hilvana sustantivos y adjetivos que son sentimientos traducidos en estrofas. Siete amigos de edad similar aventurándose cada día en la novata vida semiadulta.
Claro, el pobre de Luis nunca había tenido siquiera un filito desde los 14 años, cuando un inofensivo choque de labios con Lía, la vecinita de dos casas a la derecha, había satisfecho su apetito sexual, si es que así lo podemos llamar. Bueno está bien, algún beso robo por otra parte. En la bailanta de Flores, por ejemplo, es que si al menos no te llevabas un beso, un toqueteo, un cachetazo o algo, no habías estado allí. Porque ni hablar de lo rápidas que eran las amigas de aquel barrio, esas que frecuentaban la esquina de Nazca y Rivadavia y que a la salida del boliche se iban a comer pizza por metro.
Ojo, Luis tenía su pinta, eso sí fulero no era. Siempre alguna niña preguntaba por él y ahí reía, sonrojaba y se hundía en lo más profundo de su cobardía adolescente.
Un día los muchachos le caen con esta nueva de ir a un cabaret. Dio el visto bueno sin pensarlo, o mejor dicho pareció que no lo pensaba, porque ya lo tenía meditado desde hace tiempo. “El trato con una profesional es otra cosa, te brindan asesoramiento y seguridad”, se convencía. Por ese obvio y cómodo camino fue que cruzó aquella virgencita barrera, aunque sentía que le quedaba grande; que ya mucha gente había atravesado aquel peaje. Los días subsiguientes no sólo fueron de jolgorio y satisfacción, también se activo el intercambio de información con la banda ya que, ante la confianza que inspiraba la profesional de la carne elegida, todos decidieron acudir a la misma y, para asegurarse que no pierda calidad, lo hicieron con minutos de diferencia.
La visita iniciática, tácticamente perfecta, le sirvió para contener la presión social por un par de meses. Pero pronto se presento la oportunidad que todo jovenzuelo busca y no la podía desaprovechar, era una chance fantástica. “Luis, Chichita está con vos. -le decían unos que tenían buena data- Dale boludo, Chicha la tetona, esa entrega de toque”. Poco a poco el pobre Luisito se fue acercando a Chichita, influenciado por los muchachos y motivado por la marea garchística de los 18 años.
No había dudas, a ella le gustaba. Tampoco había dudas, Chicha concretaba. Pero no, no, nada de tratarla de fácil o de rapidita. Era linda, ojo, no una cosa que se dice ¡eh! es modelo, no. Más bien bajita, un metro sesenta y rubia. Pero esas rubias amarillas, bien sueca o rusa. O ucraniana. Ojos muy bien no recuerdo pero ¡que va, son ojos! Flaca era, eso sí, pero con cara redondita. Una autentica ex gorda. Digo, de chiquita estuvo bien alimentada, saben a que me refiero, claro, sin ánimos de ofender. Pero creció y los rasgos de su rostro se estilizaron. Linda muñeca. Lo que es seguro es que de adelante no le faltaba nada, Dios fue generoso con ella. Chicha, una chica centrada que sabía lo que quería y eso, ahora, era Luisito. Pero no por eso dejaba de respetar los cánones de conquista intersexual: esperaría a que él de el primer paso.
Ahora bien, el pobre Luis ya tenía la cabeza atrofiada. Lo que le pasaba a él es algo poco común. No es que Chichita le pareciese fea, todo lo contrario. Pero no le atraía. La veía linda pero a él, personalmente a él, no le gustaba. Y conociéndola ya, no podía pensar en estar con ella. No podía concebir la idea de tocarse, besarse o tenerse con alguien que no le gustase. Ni para sacarse la calentura. A ver, ganas de coger tenía, pero la balanza seguía en el medio. Y no tenía en cuenta que Chichita sólo quería eso. Por ahora nada más que cuerpos desnudos endiabladamente desalmados. Tenía miedo.
Entonces estamos en que: de un lado tenía a los muchachos que dale, que porque no te la agarras –como si fuera una porción de tarta de jamón y queso, con el queso bien derretido- que si está con vos, que sos un cagón y meta presión. Por otro lado, ella que con una mirada le movía el intestino grueso, el delgado y el bajo vientre. Por un tercer lado estaba su conciencia interiorísima que no entendía porque le había tocado aquel recipiente, que era una roca. Por último, por un cuarto lado, estaba él, que quería pero no sabía como, que pensaba más de lo que hacía y hacía sólo lo que su acaparadora vergüenza le permitía. Los ataques de valentía son pocos y ocasionales, sabía que el próximo lo tenía que aprovechar. Son segundos nomás, pero una vez tomado el coraje no hay vuelta atrás. Ya había dejado pasar algunos, cuando caminaron un par de cuadras a solas, yendo de la facultad a su casa y no se animo a hablar otra cosa que no sea referente a los estudios, las materias o los profesores. Otra, cuando levantó el teléfono con euforia, tras unos largos minutos de indecisión, y al marcar los ocho números de la casa de la rubia muchacha, el tono dio ocupado. En ese caso el lapso de bravura le duro algo más, como para volver a marcar, pero otra vez había alguien hablando del otro lado. Y hasta ahí llegó.
Como ya le había ocurrido varias veces, Luisito tenía la suerte de su lado pues, en cuestión de horas, tendría su oportunidad con Chicha. Ustedes pensarán, bueno habrá hecho algo para llegar a esa circunstancia, habrá trabajado. Pero no, no hizo absolutamente nada. Bah, nada más que confirmar su presencia al asado que estaba organizado uno de sus compañeros de la facultad. La situación de noche en una casa de fin de semana, liberada de padres, con unas probables y necesarias copas de más ya estaba planteada. Irían no más de siete chicos, entre compañeros y compañeras de estudio y, obviamente, Chichita allí estaría.
Hundido en un nerviosismo que lo hacía temblar de frío en pleno verano, Luis se preparaba para la ocasión. Imaginaba el devenir de la conquista, construía hipótesis sobre los caminos posibles y sus consecuencias. ¡El pobre ya pensaba en el después! Sus amigos sabían que esta era su ocasión, pero no sabían nada acerca de tranquilizarlo: “esta es la tuya Lucho, no se te puede escapar”, era el discurso oficial de la banda. Y usaban el “no se te puede” como si fuese determinante para el resto de su vida adulta, no le dejaban otra opción. No podía, debía.
Y ahí estaba él, haciendo el asado, mirando de reojo la carne, que la tenía a punto.
Los minutos pasaron, lento, muy lento, pero pasaron. Comieron, charlaron, tomaron, fumaron, tomaron de vuelta. Uno se fue, otro se durmió, Luis y Chicha fueron acercándose a lo largo de la velada. Había complicidad entre ellos y él se iba soltando lentamente. Otra pareja había desaparecido por alguna de las habitaciones y quedaron solos nomás en el jardín. En aquella calurosa y despejada noche de verano, surgió la primera insinuación directa, porque indirectas ya habían habido bastantes. Ambos recostados en el pasto sobre unos pareos rojizos, tomaban lo que quedaba en sus vasos y hablaban de algo que al día siguiente no se acordarían. Él en un movimiento un tanto tosco, queriendo cambiar su posición, acercó su rostro al de ella. En ese segundo pudo sentir su aliento, su respiración. Levantó la vista y notó que sus labios estaban sumamente cerca de los de ella. Fue un cambio de expresión en el rostro, tal vez el fruncido del ceño, pero ella ya sabía. “Chicha”, dijo él con una voz diferente a la que había mostrado toda la noche. Que digo toda la noche, ¡toda la vida! “Chicha”, dijo, nada más. Ella entendió y le alcanzó, no quiso más palabras. Fiel a sus ideales, fue pura garra y corazón. “¡Revuelquensén!- decía la luna- que yo los cuido”.
Se imaginan como estaba Luisito: por las nubes, alto, bien alto, casi volando. Se fueron desafiando mutuamente dejando al sentido del tacto como cabecilla del itinerario. Y sintieron que el enorme jardín les quedaba chico, que la luna los incomodaba con su presencia, que el pasto no era lo suficientemente suave. Con un gemido titularon su primer contacto y con una mirada decidieron ir a concluirlo a un lugar donde no haya espacio para más miradas.
Se acomodaron las ropas a las apuradas mientras levantaban sus cuerpos y sus copas del suelo, corrieron, esquivaron muebles a media luz, subieron escaleras, abrieron una, tan solo una puerta y no vacilaron. Todo fue cuestión de segundos. Volvieron a perder ropas, pero esta vez no importaba si se rompían, no entendían de cierres, botones o abrojos. No importaba donde caía la ropa, volaba, como la cabeza de Luisito, que ya tenía ganas de encontrar a un amigo para contarle como se movía aquella mujer. Claro, Chicha no es que tenga años y años de experiencia pero, como dije antes, le ponía valor al proyecto.
Cuando habían pasado unos cuantos minutos de ferviente contacto y ya ninguna prenda se interponía entre piel y piel, cuando un aluvión de orgasmos pedía un lugar donde desmoronar, cuando él no sabía mucho de tiempos y ella quería llenar ese vacío que sentía y se lo hacía notar, Luis, el pobre Luis, dijo: “¡no tengo forros!”.
Instantáneamente salto de la cama, sus brazos se llenaron de una fuerza suprema para impulsarse al tiempo que Chicha cerraba sus piernas para eyectarlo. Habrá saltado dos metros de alto aproximadamente. Ella le tiraba el pantalón y antes de poner unos de sus pies en el suelo ya tenía los jeans casi abotonados. Del segundo impulso abrió la puerta y llegó hasta la planta baja para gritarle a Franco, uno de sus compañeros, “no tengo forros boludo”. Franco, que de lento no tenía nada, saco del bolsillo dos preservativos –después Luis se preguntó: ¿este tipo lleva forros en su bolsillo a donde va?, es un fenómeno- y le dijo: “sos un pelotudo”, haciendo honor a su propio nombre. Pero Luis no lo escucho, ya estaba en la habitación y sin pantalones. Esta bien, no les puedo mentir, si bien la aventura de los condones duro poco menos de dos minutos, tuvieron que volver a calentar la cama de una plaza. Ojo, tampoco tanto.
Sexo, pasión de adolescentes, carne, labios, pelos entrometidos, sabanas mojadas, sudor, mareas de orgasmos y Luis no podía creer lo que sentía, era nuevo, era algo que la profesional no le había enseñado. Esta vez eran dos aprendices, uno con más experiencia que el otro, pero dos aprendices al fin. Y creció, creció. Fue subiendo. Ella. El. Grito, gritito, grito. Gemido. Subía paralelamente en ambos cuerpos. No miento, así como en las películas, cuando van a acabar los dos al mismo tiempo. Vientre, estomago, pecho, garganta. Ella, el. Explotó. ¡Ah!
Inmóviles los dos se durmieron, habían gastado demasiadas energías, además de todo lo que había comido y tomado.
La luz del sol lo despertó a media mañana. Estaba solitariamente desnudo en la cama, tapado con una fina sabana que lo acaloraba más que el pudor de estar como su madre lo había traído al mundo en una habitación casi desconocida. Le agradaba estar solo en ese momento. No bien se levantó pensó en la extraordinaria noche que había pasado. Sin embargo seguía sintiendo algo raro, era una sensación apenas conocida para él, bastante parecida a lo que había sentido la noche anterior. Lo que lo incomodaba no era esa situación, sino no, no saber bien que era.
Fue a la cocina y vio que las tres personas que quedaban en la casa, entre ellas Chicha, reposaban en el jardín bajo un sol radiante. Se desplomó junto a ellos y charlaron sin hacer comentario alguno sobre la noche anterior. Él seguía sintiendo aquella intensa sensación orgásmica, algo así como una presión muy dentro suyo. Pero no se lo comentó a nadie, de todos modos actuaba raro. Pasó el mediodía y decidió partir argumentando un compromiso, se despidió de los tres y con Chicha acordó mantener el vínculo, cosa que nunca ocurrió. Durante el viaje de vuelta lidió con ese flujo que le subía, y le gustaba, pero no sabía cuando ni como acabaría.
Llegó a su casa contento, claramente contento. Se bañó, comió algo y partió rumbo a la casa de uno de los pibes, donde estaría reunido el grueso de la banda. La casa quedaba a tres cuadras de la suya y en ese trayecto sintió un cosquilleo infernal en todo el cuerpo que crecía paso a paso. Sentía tensas las piernas y tenía ganas de gritar, hasta que llegó a la casa del Negro. “Luisito, ¿cómo va? –lo recibieron todos que estaban haciendo nada, como de costumbre- ¿cómo fue ayer? ¿ubicaste?”. “Muchachos –dijo e hizo una pausa interminable- la puse, estuve con Chichita”. Estalló, suspiró extasiado, las piernas se le aflojaron y cayó en un sillón. “¿Alguien tiene un pucho?”, preguntó.

1 comentario:

karinaloca dijo...
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