Palomas y otros bichos

Mi oficina está en el último piso de un edificio de seis pisos. Es una pequeña habitación de unos ocho metros cuadrados. Bastante blanca y ordenada. Hay un escritorio en forma de ele con todas las herramientas que exige una oficina hoy día: computadora, scanner, impresora, teléfono, elementos varios de librería, dos butacas y algún otro mueble.

Para sentarse en mi lado del escritorio hay que pasar por un hueco bastante delgado, entre una punta del escritorio en ele y la pared. Una vez superada esta tarea, se está bastante cómodo. A mi derecha tengo una pequeña ventana que me permite ver el pulmón de manzana. Los arboles que oxigenan los jardines de las casas son cada vez menos frente a los edificios que se elevan día a día. A mi izquierda, al lado de la puerta, hay otra puerta corrediza que da a la pequeña terraza. Un espacio muy agradable con un deck de madera en el piso, una parrilla, una mesada de cemento con lavatorio incluido y una pequeña piscina.
El sol ilumina la oficina toda la mañana, generando en ella un extraño microclima; los rayos que entran por la terraza calientan el ambiente. El techo alto de chapa ayuda a subir más aún la temperatura, pero la corriente que generan ambas aberturas (en caso, obvio, que no estén cerradas) es suficiente para airear el espacio. Acá arriba se está cómodo mas allá de la actividad que se realice que, por cierto, a veces no es tan amable.

Esta mañana es particular; no tengo mucho para hacer y el día es impecable. El sol se ve pleno, con cielo despejado. Sin embargo no salgo de mi oficina, ni siquiera a la terraza. No tengo hambre. Como mucho bajo al baño. La computadora y sus propuestas me van desconcentrando sucesivamente. Nada productivo. Lo mejor es la corriente que me cruza de perfil, el cuello, los oídos, la nuca, la cara. Me acaricia y sigue su curso natural. El arrullo de las palomas, que caminan por la terraza, acompaña la radio, como de costumbre. Sin embargo la cantidad de palomas que sobrevuelan la cuadra me llama la atención. Las veo por la ventana que da al pulmón de manzana y las veo del otro lado también. De hecho veo unas aves que no son palomas y que también abundan. Son un poco más grandes pero no logro identificarlas. Tienen las patas más largas y las alas más grandes. Busco en internet el tipo de ave que puede llegar a ser pero no encuentro nada. La desconcentración en mi trabajo es absoluta. Otras personas salen al balcón a ver el espectáculo avícola, pero todas se vuelven a sus adentros rápidamente por lo numeroso que es el número de aves.

Paso de costado del escritorio para cerrar la puerta corrediza de la terraza y vuelvo a mi butaca, pero una paloma entra repentinamente por la ventana pequeña. Ha pasado ya alguna que otra vez; sobre el techo de chapa hay varios nidos y a veces se confunden. La paloma se pone nerviosa y yo más. Revolotea por el techo agitando por sobremanera las alas, reposa un segundo sobre el aplique colgante de luz. Pienso. Entra otra paloma y me doy cuenta que no cerré la ventana pero ya es tarde; la segunda paloma se agita más que la primera y me sobre vuela la cabeza, lo que, además, incita a la primera paloma a hacer lo mismo. Me da miedo. Agito las manos con fuerza y sin destreza. Le golpeo las alas pero no la derribo y siento un fuerte golpe en la cabeza. Un ave de la otra especie se para en el marco de la ventana, me pica la cabeza nuevamente y se mete en la oficina. Creo que triplica en tamaño a las palomas y además distingo que su pico es enorme y puntiagudo. Se chocan entre ellas, pero esta es más agresiva. Estoy sangrando, no me duele. Cierro la ventana en un acto de desesperación. No sé muy bien de donde me sangra, sé que sobre la nuca. Las aves vuelven a la carga sobre mí y no sé cómo defenderme. Por un segundo me siento dentro de una película de terror. Me da miedo abrir la ventana y que sigan entrando palomas pero necesito sacar a estas. Ahora las palomas también se me acercan, envalentonadas por el agite del otro animal. El revoloteo sobre mi humanidad me pone nervioso y me bloqueo. Sólo atino a tirar manotazos al aire. Me pican en la cabeza y en la cara. Vuelvo a abrir la ventana pensando que tal vez salgan pero cuando me doy cuenta entra otra de las grandes. En la terraza hay otra docena de aves. Ahora son muchas las que me pican y la sangre las pone más y más violentas.

En mi desesperación me caigo de la silla y me golpeo fuerte la cabeza con el zócalo. Están sobre mí y sus picos escarban mis heridas, me duele. Lo único que quiero es que termine esta pesadilla. Manoteo el teléfono y me encuentro que no se a quien llamar. En el monitor se sigue viendo la foto de un hermoso pájaro. Intento arrastrarme por debajo del escritorio para abrir la puerta corrediza. Mi ubicación no es buena y un ojo me sangra; no lo puedo abrir. Los bichos me tocan, me pican, están encima mío. Me da asco. Desde el suelo logro levantar mi brazo izquierdo y presionar la traba de la puerta para que abra, empujo y logro abrirla. Apoyo la cabeza en el marco y apenas logro abrir un ojo. Palomas y otras aves entran y husmean sobre mi cuerpo. Estoy cubierto de plumas. Se pelean entre ellas. Se pelean por mí. Ya casi no veo nada. Sólo el sol, que brilla en lo alto. Llego a sentir un aire fresco, que entra por una ventana y sale por la otra, y me acaricia.

No le convencía mucho esta chica

No le convencía mucho esta chica. Tenía como puntos a favor que ella era simpática, divertida, no era fea, tenia auto, era judía y poseía un intento de hipismo que la hacia, al menos, querer diferenciarse no sabía muy bien de qué. En contra, que no le gustaba mucho físicamente (si bien, repito, no era fea), que era bastante concheta burbujeante socialmente y que el querer diferenciarse muy bien no se sabe de qué, se le notaba mucho. Además se notaba una diferencia de edad, al menos eso pensaba.
Que otra opción había: salir con los pibes, lo mismo de siempre. Un Fernet, tal vez salir a bailar sin ganas, pero no mucho más. Tenía ganas de hacer el sexo. Acordó por teléfono y ella lo pasaría a buscar en su bonito auto. Él no sabe manejar. Hola, Hola. No recuerda si hubo piquito. Que qué hacemos, que vamos a lo de un amigo que se juntan ahí y después van a una fiesta hippie cool, que dale. Ella encantada de salir con él y los amigos de él y los amigos y amigas de los amigos de él, todos más grandes que ella. Ella se siente grande entre los grandes. Llegan a la casa en Almagro, toman, charlan, se ríen, deciden partir todos en coche hacia la fiesta.
A la fiesta van en el coche de ella. 6 personas. En el coche de ella, que maneja. Él no sabe manejar. Llegan al lugar de la fiesta hippie cool pero está tan cool que a las tres de la mañana no quedan más entradas. Deciden ir a una fiesta más hippie, por el centro. En el auto de ella, que maneja, y se siente grande entre los grandes. Él no maneja. Estacionan el coche e ingresan a la fiesta hippie. Humo, oscuridad, música, piel de iguana, cerveza en vaso de plástico y forma de tubo. Pista de baile. Ellos dos se separan del resto y se besan en la pista. El beso no es todo lo caliente que se espera, él esta medio incomodo. Se va al baño y a comprar Quilmes en lata por ocho pesos. Ella espera en la pista. Le da fuego a un joven. Él vuelve. Bailan y toman cerveza de lata Quilmes. Se besan mal. Él tiene ganas de comer algo salado. Ella le dice que le duele la cabeza. Ella repite que le duele la cabeza. Se besan mal. Ella le dice que se quiere ir a su casa porque se siente mal. A él no le molesta. Piensa sobre su responsabilidad de acompañarla a la casa. Sabe que no harán el sexo. Le dice que la acompaña hasta el auto. Suben las escaleras. Él le dice al patovica que vuelve en cinco minutos. Salen a la calle del centro. Él le pregunta si de veras no quiere que la acompañe. Ella dice que no. Él se alivia. Se besan mal. Ella se va y él vuelve al boliche. Va a la pista de baile y busca a sus amigos. No los encuentra y los llama por teléfono celular, pero no atienden. Los busca más. Se fuma un porro. Los llama por teléfono. No los encuentra. Baila poco. No se encuentra. Se va.
Camina por la calle y le gusta. Decide caminar mucho hasta que llega al Obelisco. Ahí decide nuevamente hasta donde va a caminar. Sigue caminando por Corrientes hasta Callao. Dobla en Callao y se dirige a Córdoba. Una cuadra antes de llegar a Córdoba ve una banda de jóvenes que hacen barullo. Estos caminan en dirección contraria a él por la misma vereda. Él no quiere cruzárselos, ellos gritan canciones de futbol a viva voz. Son las cinco de la mañana. Él empieza a cruzar a la vereda de enfrente de Callao, en diagonal, sin dejar de avanzar. Dos de los jóvenes de la banda que canta a viva voz empiezan a hacer lo opuesto a él. Él se pone nervioso pero sigue caminando, está a casi a mitad de la avenida Callao, por la cual no pasa ningún coche. Ellos se acercan a tres metros de distancia de él y lo increpan. Le dicen que es miedoso, le preguntan qué le pasa. Él dice que no le pasa nada. Están él y estos dos en medio de Callao casi llegando a Córdoba. El resto de estos están parados en la vereda, expectantes. Ellos le dicen que lo van a matar y se le acercan demasiado. Él decide empezar a correr. Se dirige a la vereda opuesta de Callao, en dirección a Córdoba. Corre velozmente. Estos dos lo siguen. Él, mientras corre y antes de subir a la vereda escucha y siente como una botella de vidrio se estalla a pocos metros. Piensa que tiene que correr lo más rápido posible. Sube a la vereda. Estos dos lo siguen a toda velocidad. Él llega a la esquina y al doblar se resbala y cae al piso con el costado de su cuerpo. Se maldice en sus pensamientos. Se levanta velozmente y con los puños cerrados, pero no ve a nadie. Estos dos siguen corriendo y el más rápido de estos dos dobla la esquina. Se encuentran cara a cara, a dos metros aproximadamente. El más rápido de estos dos le dice que lo va a matar. Él le dice que se vaya. Se miran por dos segundos cara a cara. El tiene los puños cerrados y está fuera de sí. El más rápido de estos dos mira a su izquierda, por donde dobla la esquina. Él supone que el más lento de estos dos está por llegar en cuestión de segundos. Comienza a correr por Córdoba a toda velocidad. Cuando el más rápido de estos dos vuelve a girar la cabeza lo ve a él corriendo, lo sigue. Él corre tan rápido como puede y no mira hacia atrás. El más rápido de estos dos lo sigue a toda velocidad poco menos de media cuadra. No lo alcanza, él llega a la esquina y mira hacia atrás. Lo ve al más rápido de estos dos volviendo para Callao, a mitad de cuadra. El sigue trotando media cuadra mas, luego camina. Le late muy fuerte el corazón. Camina. Le late muy fuerte el corazón. Para de caminar diez segundos. Le tiemblan las piernas y los brazos. Sigue caminando y de repente grita. Se descarga. Le late fuerte corazón y no puede creer lo que la acaba de ocurrir. Piensa. Respira hondo. Cruza de vereda y decide tomar un colectivo a su casa. No lo puede creer. Le dan ganas de hacer el sexo. Busca en su celular algún teléfono. Manda un mensaje de texto. Sigue viajando y respirando hondo. Le tiemblan las piernas. Siente la necesidad de contarlo, a modo de descarga, pero no encuentra a nadie en el colectivo a quien contarle su historia reciente. No puede dejar de pensar en lo que le ocurrió. Cree que es inentendible. Llega la parada de su casa y se baja.
Dobla la esquina y camina por la cuadra de su casa pero no se detiene. Pasa por la vereda de enfrente y sigue caminando tres cuadras más, derecho, y luego dobla a la derecha. Busca una puerta, es la única de la cuadra. La encuentra y toca timbre. Abre una mujer y lo hace pasar. Arriba hay un living que él cree que es horrible, con alfombras azules sucias. Unos sillones un tanto rotos. Saluda a otra mujer y la primera mujer lo conduce a una habitación. La habitación es igual al salón, pero más oscura y con una cama matrimonial pequeña. La mujer le comenta las tarifas y sale. A él le tiemblan las piernas. Se saca el sweater y lo deja en una silla de algarrobo. Entra una chica y lo saluda con un beso. Él le pregunta cómo le va y ella le dice que bien y que se llama Nancy. Nancy sale del cuarto. Entra otra chica, lo saluda con un beso y le dice que se llama Elizabeth. Elizabeth sale del cuarto. El no se sienta en la silla de algarrobo, está inquieto. El cuarto es feo. Entra otra chica y le dice que se llama Moniqué. Se va del cuarto Moniqué. A él no le resulta particularmente excitante ninguna chica. Entra otra chica y le dice que se llama Nancy. Le aclara que ella es Nancy Mabel y sale. Rápidamente entra la primera mujer y le pregunta cuál le gusta de las chicas. (Ninguna). Él le dice que la primera Nancy. No le convencía mucho esta chica. La mujer le pide el dinero y él se lo da, luego ella sale del cuarto y entra la primera Nancy. A él le tiemblan las piernas. Le pregunta a él cómo se llama y luego cómo le va. Él le dice que le tiene que contar algo, que es una necesidad. Ella no lo mira. Le cuenta el episodio del grupo de jóvenes que cantaba a viva voz en Callao y Córdoba, le cuenta que corrió, le cuenta que casi le estalla una botella en la cabeza, le cuenta que no entendió y le cuenta que tenía la necesidad de contarlo. La primera Nancy le dice que ah y que bueno y apoya un preservativo recién abierto en la mesa de luz. Él cree que eso es inentendible. Luego lo invita a sacarse la ropa y él se va desnudando mientras se deja caer en la cama. Ella se saca la remera y lo ayuda a sacarse el pantalón. Se sienta arriba de él y le besa el cuello. Él se saca los calzoncillos.
Hacen el sexo. Es corto el acto. Careció de pasión y de cualquier otro sentimiento. Él se va tan rápido como puede. No le tiemblan las piernas. Camina hacia su casa. Se hace un sándwich de jamón y aceitunas y se va a dormir.

suecas costumbres

"Para mi que tiene un 22 corto", pensó Julián mientras le ponia mayonesa a otro choripan. La miraba de reojo y creia que era disimulado.
Pedro había llegado con dos personas desconocidas para la gran mayoría, una de evidente ascendencia nipona y otra rubia, de tinte sueco. Les hablaba en inglés fluido. Cada tanto alguien se les acercaba y balbuceaba una oración como para entablar un diálogo, siempre superficial, pero todos desistían despues de darse cuenta que hablaban un pobre inglés o que algún otro los estaba escuchando. Huían avergonzados a renovar su Fernet y juraban nunca más volver a hablarles. Ellas estaban felices de vivir una experiencia argentina: choripan, vacío, vino, Fernet, muchachos, cumbia.
La nipona se soltaba bastante más que su blonda amiga; hasta se animaba, empujada por Pedro, a ridiculizarse enunciando frases bien porteñas ante un pequeño grupete.
Lo que a Julián le llamó la atención fue un detalle que pocos se dieron cuenta. La aparente sueca no habia soltado la cartera desde su llegada, dos horas antes. Una cartera, digamos, pequeña, tipo sobre. Negra. La tenia colgada al hombro independientemente de la actividad que realizaba. Haciendose un sandwich, sirviendose Coca, hablando, sentada, riendose, en el balcón, en el sillón, en la cocina. Julián la miraba y no lo podía creer. Lo primero que pensaron era que tenía miedo que se la roben. Ella, en una casa con desonocidos.
Pero entonces debería tener algo importante. ¿Mucha plata? ¿Documentos? Su amiga nipona se había despoajado de sus pertenecias con displicencia. No podía haber tal abismo entre las dos. Andrés, sumado al debate, pensaba que podía tener algo que le avergüenze de ser descubierto: juguetes sexuales de diversas variedades, por ejemplo. "Esta robando comida", tiró uno y fue suficiente para que cinco personas la sigan con la mirada a ver si guardaba embutidos en la cartera. "¿Será una costumbre sueca?", preguntó Andrés. Nadie supo contestarle, de hecho ni sabían si era sueca.
Empezaron a sospechar seriamente cuando fue al baño con la cartera pudiendo habersela dejado a su amiga "la china", a esta altura de los Fernés.
Julián fue primeramente extremista. "Tiene un 22 corto", pensó. No lo dijo para no alarmar, pero hasta creyo haber visto la forma del revolver de relieve en la cartera. Estos pocos se miraban y trataban de encontrar una forma de descifrar el misterio, de pronto dejaban de hablar para pensar. Uno dijo "Che, ¿no tendrá un arma?" y basto para que salte Julián "Tiene un 22 corto, lo ví boludo!". Ahí cambiaron las caras. Otro fue a buscar a Gastón, que ya estaba medio ebrio, y lo encaró: "¿Quién es esta mina?, tiene un 22", "¿Qué?", respondió. "Si -decían todos mientras sumaban al dueño de casa a la ronda- la mina tiene un 22 corto. No soltó la cartera en toda la fiesta, ni un segundo, está loca, estas suecas están todas locas, echala o sacale la cartera, pero con cuidado, que no se de cuenta". Gastón no entendía nada y, medio envalentonado por los licores ingeridos, fue a ver de que hablaban sus amigos.
"¿Queres dejar la cartera en el cuarto?, le sugirió una versión deteriorada de Gastón a la rubia, mientras comenzaba a palpar el accesorio. "Nooo", dijo ella. "Noooooo -gritaron ellos- cuidadooo". "Ya me voy, gracias -le aclaró la rubia en un perfecto castellano- todo muy rico". "Lets go", le tiró a la nipona. Saludaron y se fueron.
"Viste, era argentina, se hizo la boluda toda la noche, en algo andaba seguro", afirmaron todos. Nadie dudó. "Y seguro la china atiende un supermercado, que hija de puta. ¿Quien quiere otro Ferné?".

Elecciones

- Hay un flaco en mi laburo que nunca hizo un gol.

Así me recibió Fernando el viernes por la noche. Yo tranquilo y contento con la llegada del fin de semana, me pego una ducha en casa, me cambio, me perfumo por si pinta la pachanga en un futuro cercano de altas horas nocturnas y enfilo para la avenida Corrientes. Me tomo el 19 hasta Bartolomé Mitre y Salguero, subo a la casa de mi querido amigo que me espera con unas frescas en la heladera y unas milanesas en el horno y lo primero que me dice es esto: que hay un flaco en su trabajo que nunca hizo un gol. Está bien, me tengo que poner en su lugar, también con semejante bomba ¿Cómo no largarlo?, pero me dejó sin aire. Aparte Fernando es así, te tira con un misil informático como si te hablase de cuanto le faltan de horno a las papas, y después se va. Huye a la cocina como si nada hubiese pasado. Yo me quedé en la puerta, con la campera puesta y mil preguntas en la cabeza.

Ese fue mi primer contacto con la historia de Martín Adrián Tobeli, un distinto del fútbol. Tobeli, me cuenta Fernando, tiene 24 años y trabaja, como él, en una empresa de computación. Estudia ingeniería, no tiene novia, vive con los padres en una linda casa de Villa Ortuzar, le gusta la música, trasnochar, caminar por la calle y leer revistas en el baño. Es morrudo y más bien bajo. El fútbol no es su máxima pasión, pero tampoco es su enemigo. Lo juega cada vez menos, pero no por ser de los peores en los picados.

- Yo todavía no jugué nunca con él, pero la gente del laburo dice que no es un desastre, aclara Fernando.

Porque están los malos malos, a ver si me explico, uno puede tener poco pie, poco estado físico, poca coordinación, poca visión de campo, poca noción de juego, en fin, unos puede ser malo en muchos aspectos, pero cuando alguien es malo en todos, no hay lo que hacer. Pero Martín Tobeli no. Parece ser que se mueve por el medio, que tiene quite y que es muy molesto. Y que, a pesar de su pie un poco tosco, sirve al equipo. Ahora, esto de no tener un gol le juega publicitariamente en contra.
Martín Tobeli juega extraoficialmente al fútbol desde que tiene uso de razón, un poco por placer y otro poco por la brutal hegemonía del deporte más lindo de la tierra en este hermoso país. Martín Tobeli nunca jugó oficialmente al fútbol. Martín Tobeli no recuerda haber hecho un gol en toda su vida y cuenta con varios testigos que acreditan esta penosa hazaña.

- Para Fer, no entiendo.

Él se ríe sabiendo cada frase que voy a decir, cada pregunta que voy a formular, porque él también las hizo, como cualquier mortal medianamente amante del fútbol al que le hubiesen contado la historia de este muchacho. Claro, en el jardín, en la escuela primaria, recreos, clase de gimnasia, en la calle, en un club, en las vacaciones, en la playa, en el colegio secundario, en una canchita del barrio, en una alquilada, en la facultad, un torneíto, con los del trabajo. 24 años, ni un gol.

- No puede ser.

Convengamos que no hace falta ser buen jugador para tener un corto romance con la red. Tampoco que te lo dejen hacer tus compañeros. Hasta ni suerte hace falta. Pero este pibe ni un gol hizo, que desgracia. Le pregunte si estaba seguro, si no le habían hecho una broma y aseguro que no.

- Chequee la información con varias personas, me dijo y se dijo.

Yo sinceramente no terminaba de entender y mientras abríamos la segunda cerveza para otra tanda de milanesas, trataba de procesar esta información tan movilizante. Pensé en como hubiera sido mi vida sin goles y ojo que yo no soy ningún dotado; se mis limitaciones y aspiro a un poco más. Me acomodo en los partiditos del domingo, algún torneo de once por ahí y no mucho más, pero mi vida sin fútbol no es mi vida. Mi vida sin la hipotética posibilidad de eludir a un arquero, sin ir al área esperando el buscapié, sin saltar con el frentazo listo y los ojos bien cerrados, sin un remate potente de media distancia, sin una comba al segundo palo, sin un rebote, sin el goooooooool y un abrazo. No, no la concibo.

Fue entonces que le propuse a Fernando que arme un partido. Quería conocerlo, observarlo como quien chequea una prenda de segunda mano y juega a ver dónde está la falla, darla vuelta, retorcerla y estirarla con la desconfianza de los incrédulos. Y, por supuesto, quería verlo jugar al fútbol, más bien necesitaba. Así fue que, tras varias semanas de insistencia, logró organizar el encuentro. El plan era no centrar la atención en él, no ponerlo nervioso, no observarlo. Con ninguno de los restantes siete jugadores, además de Tobeli y de Fernando, hablamos al respecto. A pesar de que la historia de este pibe era increíble, los muchachos de su trabajo ya estaban acostumbrados a su figura. Ya habían jugado varias veces al fútbol con él, por lo que los únicos embobados éramos Fernando y yo, y teníamos que disimularlo.

Nos juntamos directamente en una canchita de Villa Crespo, era sábado a la tarde y hacía muchísimo calor. Llegué primero y fui al vestuario a cambiarme. Cuando volví ya había un reducido grupo al cual le consulté si eran quienes debían ser y, al responder positivamente estos, me presenté. Me pregunté si Tobeli sería uno de ellos, ninguno tenía la facha. A los pocos minutos llegó Fernando con los que faltaban y con una seña casi imperceptible me lo señalo. Efectivamente era morrudo, no pasaba el metro setenta. Cabello oscuro y corto. Bien afeitado y portador de una mirada extraña. Me llamo la atención que usase botines y no zapatillas. Jugaba con el short del Palmeiras y chomba. Quise jugar contra él.

Arrancó el partido, con diez jugadores parejos y regulares. Algunos ponían más y otros tocaban mejor, pero no había grandes diferencias entre todos. El balón rodaba sin prisa y sin pausa en esos primeros minutos en donde todos queremos sacar una mínima diferencia en el tanteador pero también queremos florearnos porque no sabemos hasta donde nos van a dar las piernas, o si en algunos minutos el partido se pondrá tan áspero que un caño puede terminar en la tercera guerra mundial. Fernando jugaba en el otro equipo, con Tobeli, que era uno más; la verdad es que no puedo decir otra cosa. El tipo tocaba, corría, apretaba. Iban ya varios minutos y no le había pegado al arco, pero no desentonaba. Confieso que lo miraba por demás, trataba de encontrar una disfunción en su andar, en su manejo de pelota. ¿Le habrá pasado algo de chico? ¿Algo relacionado a un arco? ¿A un festejo? ¿A una instancia final? Todo eso me preguntaba yo mientras jugaba. Mi partido no era el mejor, se notaba que estaba distraído, pero como estos pibes nunca me habían visto jugar, no sabían que era normal y que no. Tuve un par de oportunidades de gol y las desperdicié.

Cuatro a cuatro estaba el tanteador, a la media hora de partido, cuando arrancaron un toqueteo en su área, nosotros presionamos. Pasaron nuestra primera línea con solvencia y salieron de contraataque. Dos nuestros ya habían quedado atrás, yo iba de último hombre. El enganche pasa mitad de cancha y la toca larga para Tobeli que venía corriendo por la banda derecha. Fue un segundo que era pegarle un bombazo como viene o seguir la jugada. Yo le hubiese pegado, pero bueno eso es otro tema. Tobeli la domina en velocidad y me ve corriendo hacia él. Atento, me deja pasar con un torpe quiebre de cadera y la pelota se le va un poco larga, para el perfil izquierdo, el menos hábil. Le pega de zurda o piensa. Yo le hubiese dado de zurda y que pase lo que pase, pero es más de mi juego. El otro defensor intuye que va a rematar y Tobeli hace algo increíble: la toca de zurda, con caño incluido, al compañero que venía por la izquierda, que remata como viene con al primer palo. Gol. Cinco a cuatro ellos. Pero entonces este pibe sabe jugar, ¿o le salió de casualidad?
Duró poco; a los cinco minutos tuvimos revancha y en una contra fulminante quedé mano a mano con su arquero, definí mal pero fuerte y pasó. Fue mi único gol. Lo de fulminante fue para mi, porque no podía mas. Pedí el arco y, entre que nuestro golero tenía buen pie y yo soy grandote, no hubo problemas. Siguió el partido toque y toque, alguna patada, muchos errores. Ahí Tobeli mostró su otra faceta, la rústica. Cuando el partido se puso parejo y quedaban cada vez menos minutos, sino tocabas rápido la ligabas. En los últimos diez minutos habían habido más fouls que en el resto del partido.

- Este pibe nunca hizo un gol, pero las patadas las tiene bien calculadas, le digo a Fernando en un cruce.

Faltaban cinco minutos para el final y ya aparecían los pibes que jugarían en la siguiente hora. Esos desconocidos que mientras se preparan miran el partido y lo hacen sentir a uno como si tuviese una tribuna llena que le festeja las buenas jugadas y le critica las fallas, porque saben lo que es estar ahí dentro, porque entienden.

Qué mejor que llegar al final empatados, que alguien grite “gol gana” con la voz entrecortada de los nervios y el cansancio, con la hinchada lista para festejar e invadir inmediatamente el campo de juego. Como yo estaba en el arco podía pensar un poco más, y mi cabeza no estaba avocada sólo a la resolución del partido. Mi idea de Tobeli para ese entonces no era clara, el tipo no era un crack, claramente. Como cualquier futbolista amateur podía tener arranques maradonianos, como fue el caño que tiró, podía tener mayor o menor rendimiento físico que, al fin y al cabo, no depende del don futbolístico, podía también tirarla a la tribuna y podía poner la pierna fuerte que, de hecho, la había puesto. Pero no meter un gol en toda su puta vida, es increíble. Ahí estaba yo, pensando, hasta que pasó lo que tenía que pasar.
El adicional se había extendido ya por cinco minutos y el referí, dueño y señor de la cancha gritó que si no lo definíamos en tres jugadas se terminaba así como estaba. Una paradójica hinchada lo apoyó. La cancha llegó al punto de ebullición y en eso un delantero nuestro le pega al arco con toda su confianza desde el extremo derecho, la pelota se desvía en uno y se va al corner. Suben todos y yo me arrimo a mitad de cancha. Era nuestra chance, la que todo jugador carroñero sueña: escaramuza, un rebote y adentro. Pero no fue así. En el preciso momento que ese mismo delantero patea el corner me doy cuenta que no hay otra opción que su arquero la agarre con las manos en el área sin muchas dificultades y empiezo a retroceder. Mis compañeros, cegados por la posibilidad de un efímero estrellato goleador no ven esto y se quedan en el área contraria. Efectivamente su arquero toma la pelota y sin bajar los brazos, como indica el manual, la tira larga para un compañero que arranca la carrera. Ese es Tobeli, que en tres metros le saca una distancia fatal a su seguidor.

- Última jugada -grita la hinchada pegada al alambrado.

Tobeli adelanta la pelota y levanta la cabeza, en ese mismo momento yo me planto en la línea del área y lo miro a él, dejando para otro momento la pelota que avanza nerviosa hacia un final incierto. Nos cruzamos miradas y nos vemos el uno al otro. Veo su vida, veo una mirada anormal, veo más allá del partido. Por detrás de él todos se detienen en mitad de cancha, hasta su más cercano perseguidor. Tengo la sensación que se pararon en línea para disfrutar el espectáculo más grande de sus vidas, hasta hubiesen querido sentarse. Tobeli, que estaba tirado hacia la derecha de la cancha, se acomoda en el centro con el balón dominado en su pierna hábil y aminora la marcha sin detenerse por completo. Yo no me muevo, me mantengo con los pies fijados al piso, las rodillas flexionadas y mis ojos que alternan entre el esférico y su mirada. Me mira, lo miro.

- Metelo, le exigen desde fuera. Sus compañeros permanecen mudos.

En el devenir de su acercamiento, ya casi en el área, amaga un remate con la cara interna de la pierna derecha y, con esa misma, se la lleva para su perfil izquierdo. Yo apenas me muevo pero reaccionó a tiempo y lo sigo, casi gateando, arrastrándome y estirando mi brazo como última arma. Se abre lo suficiente como para que mi brazo lo moleste mas no le impida hacer el tanto de su vida, pero al mismo tiempo va cerrando su ángulo de remate. Esta a tres metros del arco por la banda izquierda, casi cayéndose y listo para definir con su pierna menos hábil. En ese momento termina de caer todo mi cuerpo en el piso salvo el brazo. Perdí, pienso, y con este flaco que no le hizo un gol a nadie, literalmente. No sé cómo me alcanzo el tiempo para razonar todo eso, pero creo que hay momentos en que la realidad y la imaginación se bifurcan en distintos planos temporales. Por un segundo saco la vista de la pelota y lo miro a él, que está en su milésima crítica, casi a punto de perder la virginidad. Rebolea la cabeza, mira la bola, mira el arco, mira la bola, me mira. ¿Me mira a mi? ¿Para qué quiere mirarme si yo ya estoy fuera de juego?, me pregunto. Vuelve a bajar la cabeza, y estira la zurda desde el aductor hasta el la uña del dedo gordo, impactando con su empeine el balón que sale disparado, recto y potente, con fuerza. Lo sigo con la mirada desde el piso y este va directamente hacia el alambrado, hacia fuera.

No es gol.

Mucha gente se agarra la cabeza al mismo tiempo en la línea de mitad de cancha. Algunos se arrodillan otros se dejan caer, fulminados. Ni fuerza para gritarle algo tienen. Los de afuera automáticamente invaden la cancha, revolucionando ese falso césped es un final feliz hecho pedazos. Tobeli se queda en cuclillas y yo en el piso. Me vuelve a mirar y yo a él. No me dice nada, no le digo nada. Lentamente se pone de pie y se va a paso lento, llevándose consigo un silencio oportuno y una mirada recelosa.

Los pibes escuchan la historia, se compenetran, y se sorprenden como yo me sorprendí el día que Fernando me la contó. También se indignan, lógicamente.

- Es increíble la mala suerte que tiene este chabón. Armá otro partido Fer, queremos jugar con él, comentaban los pibes al tiempo que se compadecían de su desgracia. Fernando, que traía las empanadas, se reía.

Difícil decisión. Podrán decir que este pibe es un desdichado, que a él le pasan todas, que su historia es única, y no dudo que haya arrancado como una serie de infortunios futbolísticos que fue creciendo desde el patio del jardín hasta los potreros del barrio como una bola de nieve, pero yo lo vi. Lo tuve cara a cara y en ese mismísimo momento en el cual la novela se define, en el cual una acción deriva en un hecho que será contado como historia pura, vi sus ojos, vi eso que tenía que ver. Y me podrán acusar de malpensado pero yo sé que este pibe pudo y no quiso o, mejor dicho, eligió. Eligió seguir siendo una leyenda.

Desafios continuos

Un desafío para esta tarde, para mañana o para el viernes.
Un motivo o un enemigo.
Un objetivo.
La lucha por encontrarlo puede ser más dura que el desafío mismo.
Será cuestión de inventar alguno y ver.
Resolver o no.
Y así sucesivamente.

Lunes Santo

Algeciras es una pequeña ciudad portuaria, situada dentro de la comunidad de Andalucía, al sur de España. La distancia que la une con Madrid es de 670 kilómetros y llegar hasta allí por carretera demora alrededor de siete horas. Aquel era mi destino, más allá de lo que el destino tenía para mí.
Recién salido del trabajo, con dolor de cabeza y cansancio fui hasta la estación de ómnibus larga distancia Méndez Álvaro a comprar un pasaje hacia la ciudad que limita con el peñón de Gibraltar, pero me encontré con que no había pasajes disponibles para la mañana siguiente, por lo que decidí comprar un boleto hacia Cádiz, ciudad balnearia a hora y media de Algeciras, para las 9 a.m. De paso conocería otro lugar, otra playa y al fin y al cabo esa era la idea: llegar al sur y recorrer con total tranquilidad, además de ir a visitar a mis amigos Andrés y Pablo.
A las 8.23 hora madrileña me despertó mi compañera de piso. Por suerte tenía casi toda la mochila lista y hasta se podría decir que me confié un poco. Sin embargo el Metro tardó más que nunca y, hasta ese momento, no se me había ocurrido tomar un taxi, pero después de tres lentas paradas y varias uñas comidas me bajé, subí a la calle y tomé uno. Llegué, luego de atravesar corriendo toda la estación, a las 9.08. Obvio, se había ido. Al final no fue tan grave y tras hablar con una empleada de la compañía, pude subir al micro siguiente, dos horas más tarde.
El viaje a Cádiz lo pase escuchando música, mirando hermosos paisajes y charlando con Belén, una bonita joven española, andaluza de ojos y cabello negro. Chocolate de por medio entablamos un dialogo más que digno para un viaje en micro. Ella viajaba a Puerto de Santa María, su pueblo natal, ubicado unos pocos kilómetros antes de mi parada. No hubo arreglo, no hubo consenso sin embargo por ella, y sólo por ella, me bajé un pueblo antes de Cádiz. Al salir del bus intercambiamos correo electrónico y anoté su teléfono (yo no tenia ninguno para darle), pero a los pocos segundos un auto conducido por un joven la recogió y quedé en la ruta, en la entrada, en Puerto de Santa María.
No me quedó alternativa que arrancar de cero y, al fin y al cabo, no resultó tan mal. Caminé, informándome antes, en dirección al centro y al mar. Una, dos, tres, quince cuadras y comenzaron a aparecer los hoteles, pero no estaba para gastos holgados. De todos modos consulte precios: 60 euros el primero,
48 el segundo, 39 el tercero y siguió bajando al ritmo de mis pretensiones. Todavía no había llegado al precio ideal y tampoco conseguido una habitación disponible. Ya el cansancio se empezaba a apoderar de mi cuerpo, la mochila empujaba mi espalda para abajo, el agradable calor de verano me agobiaba.
Me encontraba en el centro de este pintoresco pueblo pero no podía disfrutarlo, la billetera no quería ceder, pero mis piernas pedían un descanso. “La fuerza está acá arriba”, pensé.
Tomé una calle angosta paralela al mar, a poca distancia de la playa. Vi dos hostales, uno en frente del otro, y enfile. En el primero quise abrir la puerta y estaba cerrada con llave. Toqué timbre y una voz cansina me atendió. “Buenas tardes -dije- busco un cuarto. Estoy solo y calculo que me quedaré únicamente una noche. Querría saber si tiene lugar y cuanto cuesta”. Me respondió repitiendo cada una de las señas indicadas: “¿Cuarto para una persona? ¿Para una noche? No, disculpe pero no queda ninguno”. La primera de mis dos opciones estaba quebrada, bajé la cabeza y crucé la calle desierta en dirección al otro sitio, a pocos metros.
Me chistan -este es el momento que me encantaría reproducir fielmente el sonido del pst pst pero tendrán que agudizar la imaginación-, me doy vuelta y tres jóvenes muy bonitas están paradas en la puerta del hostal que acabo de dejar. Yo sigo en medio de la calle; no pasa nadie. Claudia es rubia y delgada, cabello largo y ondulado, tiene la piel suave y un rostro angelical. Helena no tiene la altura de sus amigas pero es muy sensual, lleva lentes y un escote despreocupado, una blusa larga y semitransparente cubre -a medias- su traje de baño. Amanda es morena, de ojos negros y una belleza importante, tan exuberante como paisana. Ella toma la voz de mando.
“Perdona, que oímos que estás solo y buscas un lugar para pasar la noche -mi cara se empezó a desfigurar-; nosotras estamos hospedándonos aquí, somos tres en un cuarto con cuatro camas -seguía en medio del asfalto-. Si quieres puedes dormir con nosotras, en nuestra habitación”, remató. “Gracias Dios, -dije y abandoné por unos segundos mi agnosticismo- claro que si”. Cuantas veces fue imaginado, fantaseado. Cuantas otras idealizado. No me vengan con jugar un Mundial ni en la primera de Boca, este es el sueño del pibe, el verdadero. Me pidieron dos cosas: discreción, ya que lo dueños no podían enterarse que yo dormía allí, y que las ayude con unas bolsas de supermercado que cargaban.
Venían de la playa, de uno de esos días en que el sol acompaña cada segundo. Yo venía del micro, de uno de esos días en que el destino cambia los planes en cada curva. Una vez adentro de la pieza sacaron de cada bolsa un par de botellas de licores, recién comprados para la noche y comenzaron a pasar, una a una, a la ducha.
Yo seguía inmóvil, ya no en medio de la calle, pero si en la cama, incrédulo de lo que estaba viviendo. Las tres eran catalanas y estaban de vacaciones. Fuimos a cenar mariscos al puerto, luego, de nuevo en el hostal, preparamos los tragos y después nos fuimos de cañas por el centro. Si afiance o no la relación con alguna de ellas creo que ya no afecta al peso de la historia, pero la verdad es que si. Así que para ser lunes estuvo bastante bien porque, a todo esto, era sólo lunes y me quedaba toda una semana en el sur de España.
A la mañana siguiente me sorprendieron con el dato de que tenían coche y que me llevaban a Cádiz, pero al ir los cuatro a buscarlo a la esquina donde había sido estacionado, el auto no estaba. “Lo robaron”, decía entre lagrimas Claudia, la dueña. Buscamos, corroboramos las calles, consultamos y nos dijeron que tal vez estaba en la comisaría. Nos preguntamos porqué habría de estar ahí pero, perdidos por perdidos, fuimos. Efectivamente allí lo tenían; la noche anterior la procesión devota de una virgen del pueblo iba a atravesar esa calle y la Policía había retirado todos los automóviles.
Tal vez esa virgen fue la que me allanó el camino y me presentó a estos tres ángeles, o tal vez no y fue simplemente mi destino.

EL AMOR

Corté el teléfono como nunca lo había hecho en mi vida. Mucha bronca tenía. Mucha bronca tengo. Estuve no se cuantos segundos paralizado, con la mente en blanco, o en negro mejor dicho. Me paré y caminé de una pared a otra de mi habitación. Eso lo vi, lo vi muchas veces en la pantalla grande, y en la chica también. Muy de ficción. Y ahí estaba yo, bastante nervioso por cierto, conteniendo mi ira en un paso furioso pero carente de proyección. Reboto en el escritorio, de ahí hasta donde empieza la cama. Los del segundo me deben estar escuchando. ¿Qué mierda hago? ¿Qué hago?, me pregunto. Que mierda, me digo. ¿La llamo o no? ¿Para qué? ¿Qué le diría? La puta madre, esta piba, yo sabía. Y juro que no es un yo sabía de orgulloso, de alguien que habla con el resultado puesto. Yo sabía que me iba a llamar y me iba a decir que estaba cansada, que no la mate, que se tiene que levantar temprano. Mierda, pura mierda. El que está esperando soy yo, el que se levanta a las siete de la mañana soy yo, y el pelotudo también soy yo. Tengo tantas ganas de mandarla al carajo, pero la amo tanto. Tengo tanta bronca pero tanto miedo. Quiero llorar, quiero hablar con alguien, pero se que mi llanto me impediría mencionar siquiera la primera oración. ¿Mi vieja? no. ¿Porqué? no se, es mi vieja. Creo que le criticaría cualquier cosa que me diga.
Agarro una hoja y transformo mis lágrimas en tinta, para no llorar. No me gusta. Aunque sé que cuando termine toda esta falsa descarga, cuando apague la luz, mi fina almohada se va a mojar y no de saliva.
Este historia aún no tiene final. Estoy seguro que la podría haber terminado hace instantes, pero no quiero. Juro que no quiero. ¿Entonces qué hago? Por lo pronto estoy dejando pasar los primeros momentos tensos. Pobre mi mano derecha, que tiene que ver, se debe estar preguntando porqué no nací zurdo.
Ok, ella me quiere, pero esta confundida. No sabe como seguir y mientras tanto seguimos. Yo la amo calculo, sino no me pondría así. No se, la quiero, la quiero mucho y no la quiero perder, pero tampoco quiero ser el boludo de la película. O que se canse de tirar y que yo afloje, ella tira yo aflojo y nos va a terminar tirando a mi y a la cuerda a la puta que lo parió, cosa que me haría sentir doblemente boludo. Igual es como preparado todo esto, porque antes que ella llame, solo, me hacía la cabeza con darle un plazo, obviamente no explícito, para ver que pasaba. Para ver como actuaba ella, y este fucking llamado que me dice mandá el plazo, explícito o implícito, al carajo, a ella una patada en el orto y abrí la cabeza chabón. Pero no, no es chabón, es cagón. ¿O amor? ¿Hasta donde llega el amor? ¿Hasta que punto?.
Cuan débil soy cuando amo, que pena. Y ahora ya no escribo con el mismo entusiasmo de las primeras líneas; será que realmente habré descargado casi todo, será que la cuota de pasión que de pronto inundo mi cuerpo se está yendo y deja entrar a la razón, que vuelve a decir espera unos días más, que tal vez se recompone todo.
La pasión hace las veces de corazón valiente y violento. La razón es cobarde, fría y calculadora.
Una vez más ganó la batalla la razón, pero la guerra no terminó. El final no lo sé. Lo que sí se es que este amor me hace perder la cabeza, la razón, el corazón, la vergüenza y, porqué no, la dignidad. Pero claro, que van a decir todos, el amor es el amor.