Vuelo MXX56-48 con destino a Buenos Aires

Yo creo que en un momento como ese todo es entendible, justificable diría. Cómo me voy a olvidar del vuelo MXX56-48, imposible. Me acuerdo bien, yo volvía de un viaje de negocios. Con solo 17 años la Metropolitan Financial Company me había enviado a Dusseldorf, Alemania, a un evento de mediana y baja categoría. Nada, tenía que haber alguna cara de la empresa, alguien que hable pocas palabras en inglés, que entregue un par de sobres -ahora que hago memoria nunca supe lo que había dentro- y que reparta otras tantas invitaciones. Yo de alemán ni la punta veía. Bueno sí, orbidensen, dankeshen, enshuldigun y ain, tzvai. Hasta ahí llego y sacame un wurzt bien frankfurten sin mostaza.
La cuestión es que esperaba dentro del aeropuerto volver a mi querida y todavía poco conocida Buenos Aires. Era de esos vuelos que salen a las cinco de la mañana, por lo que a las tres ya hay que estar con los bártulos esperando a que una lagañoza azafata empiece a checkiniarnos. Nadie duerme salvo de a medias horas, despatarrados sobre los sillones de las salas. Ahí uno, y no utilizo el uno para impersonalizar la acción y así justificar mis malos hábitos sino que he corroborado que le sucede a una gran cantidad de viajantes, empieza a ojear a los compañeros de vuelo. Que éste mira como se viste, que la otra es lo más grasa, que el de corbata trabaja con fulano y que la madre de los mellizos ¡of!, que mujer. Muchos italianos, eso después me llamó la atención. Alemanes, lógicamente, y chinos. Bueno, digo chinos, y no quiero ofender a ninguna persona de origen oriental, pero no tengo la menor idea si eran chinos, coreanos o taiwaneses. Me juego por Japón porque tenían mucha tecnología encima, cámaras de fotos, filmadoras, cepillos de dientes eléctricos. Entre tres y cuatro artefactos per cápita, una barbaridad.
Embarcamos a horario y todo se desarrollaba como un vuelo intercontinental amerita. La pauta indicaba tres horas de viaje hasta Torino, Italia, escala de no más de treinta minutos sin bajar del aeroplano y de ahí otras doce horas hasta Buenos Aires, Argentina. En ese momento justifique la nutrida presencia de italianos a la escala, pero lo extraño fue que en Torino no bajo ningún pasajero. Por el contrario, subió únicamente un muchacho que se ubicó en el asiento contiguo al mío. Aparentábamos edades similares, Simone se llamaba. Nunca más lo volví a ver; y eso que lo de mi ceguera fue mucho tiempo después.
Calculo que habíamos dejado atrás África hace unos pocos minutos, íbamos casi a mitad de camino, cuando empecé a notar cierta anomalía en la atmósfera del avión.
Las azafatas se esforzaban por disimular una impaciencia notable. Bueno, notable para mí que soy sumamente observador, porque nadie hizo ademán de sentir algo fuera de lugar. Mi viejo, que volaba seguido en avión, siempre me decía que mientras vea a las azafatas tranquilas me podía dormir tranquilo ­(a menos que estén repartiendo la comida, porque las muy guachas te ven dormido y siguen de largo, y después te levantas con un hambre que anda a quejarte con el piloto) ahora “si las ves nerviosas -me decía- agarrate porque hay tongo”. Y así fue; ahí arriba se cocinaba un quilombo importante, pero pocos nos habíamos percatado. Después de meditarlo unos minutos con Simone, él tomó coraje y fue hasta la cabina. Su reporte, hoy inexacto por el paso del tiempo y el deterioro de mi memoria, medio en italiano medio en español fue algo así como: “il piloto me dicci que stamo al horno, siamo sin suficcienti petróleo, ma que la sta piloteando. Pidió que io me quede muzzarella”. No entendía como podía seguir relajado porque a mi casi me agarra un ataque. Dudamos sobre los pasos a seguir: si informar de la situación a toda la tripulación, si hablar con el jefe de azafatas o si llamar a Olga, la rubia que nos había servido el desayuno, que buena que estaba esa mina; cuanta carne, toda alemana, con el pelo tirante, bien tirante hacia atrás y unas gomas. No, terrible, pero el ambiente no estaba para distracciones fáciles y vulgares.
Súbitamente vemos a todo el equipo de la aerolínea reunido en la parte delantera del avión, en aquel pequeño espacio que existe entre la cabina y las primeras filas de asientos, creo que allí se guarda la comida y algún otro elemento. Dos mujeres lloran, también el copiloto. Hablan en alemán por lo que no puedo seguir el hilo de la conversación; esto lo vi de casualidad cuando fui al baño, mientras esperaba que se desocupe. A todo esto la gorda que estaba adentro del toillet era italiana pero hablaba alemán a la perfección. Salió en estado de shock, histérica, llorando y gritando. Imaginen el cuerpo de esta señora de más de cien kilos chillando por los pasillos que íbamos a morir, que lo escucho al comandante de abordo, que restaban cinco horas de viaje y, aparentemente, teníamos combustible tan solo para tres horas. Una locura. Todos aullando, cada cual en su idioma. La familia de la fila 14-15 rezando, todos de rodillas al borde de los asientos, juntas las palmas de las manos y perpendicularmente pegadas al pecho. Simone me dijo que eran húngaros, que lo sabía por el acento. Los italianos a los gritos, insultaban al piloto, a las azafatas, entre ellos. Uno petacón y morrudo le daba de bofetadas al hijo que saltaba de butaca en butaca. Otro se quitó la camisa de seda y, de su bolso de mano, sacó una vieja camiseta del Nápoles con el número 10 en la espalda, “O visto Maradona, O visto Maradona”, cantaba. Al rato se enteró que en el vuelo había un argentino, yo, y me vino a hablar apasionadamente, no sin antes mostrarme el gol a los ingleses dividido en 27 imágenes que tenía tatuado en la espalda. Empezaba en la nuca, bajaba y terminaba ahí, con la zurda de Diego metida bien adentro. Decía que estaba arriba de aquel avión para conocerla a Doña Tota y pisar Villa Fiorito, pero que si le contaba como era, si le transmitía algo de la vida del Diez podría a morir tranquilo. Más tarde le agradecí a Simone habérmelo sacado de encima, lástima que lo hizo con una importante patada de tae-kwon-do y, del golpe contra un apoyabrazos, se abrió la cabeza. Ahí mismo le pusieron 14 puntos, pero no jodió más.
Los japoneses grababan todo, se sacaban fotos. Chun a Soon. Soon a Mei Li. Mei Li a Tanaka. Soon a Mei Li con Chun. Chun a Tanaka con Soon. Simone a Chun con Soon, Mei Li y Tanaka. Yo a todos ellos con Simone. Una orgía de fotogramas. Ellos posaban haciendo la V con los dedos índice y mayor, con las ventanas de fondo, en color, en sepia, en blanco y negro. Sus ojos eran visores LCD de cuatro pulgadas con zoom X3. El problema se desencadeno cuando abrieron la puerta del baño, con 14 cámaras el cuello, y vieron a la gorda que había anunciado la casi segura catástrofe comiendo todo lo que entraba en el carrito, ese angosto que deslizan las azafatas con tanta delicadeza a través del pasillo. Para que, Mandaron angular y flash al máximo, pero la pobre forcejeo hasta que pudo volver a cerrar la puerta. En ese momento fue que, insaciables los orientales, corrieron hasta el baño de Primera Clase y, al abrir la puerta, la vieron a Olga probando la carne del copiloto. Claro, con el ruido del ambiente y la efervescencia misma del acto Olga siguió arrodillada y el copiloto sonreía para la foto. Era un hecho, los chinos podían morir contentos. Los alemanes parecían los más calmos, mantenían su cinturón abrochado, algunos leían, otros dormían, eso sí, todos tenían puesto el chaleco salvavidas y las máscaras de oxígeno.
Y verán que mala suerte la mía. Luego de sofocado el primer temor, estaba soportando la tensión del momento con extrema relajación gracias a una pequeña ayuda etílica. Vale la pena destacar que, ante el revuelo, no pude más que saquear la bodega llevándome al asiento algo así como veintidós botellas, entre vino, whisky y Fanta Naranja. Además, le cambié a la gorda del baño dos bandejas de carne con arroz, gelatina y budín marmolado por tres botellas de Coca Light. Bastantes ebrios, con Simone, reflexionábamos sobre lo inhóspito de la situación cuando de pronto me vino una sensación horrible; diecisiete años y un aparato sexual recién estrenado: “no me quiero morir sin hacer un orto”, grité. Exactamente aquellas fueron las palabras. Me di media vuelta apoyando mis rodillas sobre el asiento y el torso sobre el respaldo, mirando hacia atrás donde, sentaditas, dos rusas escuchaban sus respectivos walkmans. “Quiero culear”, exclamé otra vez. Obvio, ellas no entendían. Y hete aquí el porque de mi mala fortuna: en ese preciso momento, cuando estaba dispuesto a hacer lo que haga falta para satisfacer mis necesidades sexuales, el piloto anuncia por el altavoz que la falla no se encontraba en la cantidad de petróleo que había en el tanque sino en el contador del tablero de control. Me acuerdo que dijo en un perfecto castellano: “Señoras y señores, take it easy, hay nasta para dar la vuelta al mundo”. Nunca nadie había revelado una sola palabra acerca del vuelo. Obligamos a los coreanos a borrar las fotos, al italiano a decir que se había tropezado, caído y abierto la cabeza y a la gorda a salir del baño y devolver los cubiertos que se llevaba bajo la blusa. Hoy, con 72 años, ciego y adicto al Whisky con Fanta, puedo decir dos cosas: el vuelo MXX56-48 me marcó para siempre y sexo anal nunca pude tener.

3 comentarios:

Nicolás dijo...

¿Es autobiográfico?

Leandro Edelstein dijo...

No, pero me lo imagine arriba de un avion y me reia solo.

Unknown dijo...

Muy buen relato! La verdad me mantuvo en suspenso hasta el final.