Oh juremos con gloria morir

Faltaban apenas 15 minutos para el principio del fin y la calle Florida ya era un descontrol. Argentina y Alemania ultiman los detalles para el enfrentamiento, 11 hombres representan a cada país en el verde césped del tecnológico Olympiastadion. De repente, los conductores se acordaban que sus autos tenían bocinas y que las podían usar contra los peatones, que corrían y cruzaban la calle sin importarles por cual color se decidía el semáforo. El pase a la final es el objetivo. El Mundial de Fútbol, allá en Berlin, arde. El microcentro, acá, también.
“No, papá. Mesas ya no quedan”, le dice el argentinísimo mozo del bar Del Centro a aquel desprevenido, que se acordaba del partido justo dos minutos antes que Sorín lea el discurso que la FIFA había preparado. Motivo suficiente para generar una polémica acerca de los diferentes tipos de fanatismos observables en un mundial. “Están los que se vuelven locos y de pronto ya, se olvidaron de todo. –comenta uno de la tribuna y otro agrega- También los otros, que juega Argentina y nada, ellos dentro de un taper”. Basta, salen los jugadores a la cancha.

El obelisco esta ahí, firme. Siempre atento a las revueltas populares, no importa cuál sea el motivo. Él se las rebusca para llegar antes que todos y plantarse en el centro de la masa. Por ahora no arenga.

Mucha Coca Cola y poca comida sobre las mesas amontonadas de aquellos oficinistas que habían reservado sus lugares luego del partido anterior, con Méjico. El oídmortales nunca se hace presente en la nueva versión mundialista del himno argentino. Sin embargo, la imagen que sale de los, tan de moda, plasmas pone la piel de gallina a todos los presentes. “Abbondanzieri. Coloccini, Ayala, Heinze y Sorín. Lucho González, Masquerano, Maxi Rodríguez y Riquelme. Tevez y Crespo”, repite Lalo sobre la voz del relator de Canal Trece, Sebastián Vignolo. Lalo tiene menos años de los que parece. Es pelado en un 80 por ciento de su cabeza; sólo posee una franja de pelo que va de oreja a oreja, por sobre la nuca. El nudo de la corbata se relajó junto con el primer y el último botón de su camisa. Probablemente haya estudiado para la ocasión, porque se sabe hasta el nombre de la madre del número tres alemán.
¡Se mueve!, la pelota gira y el partido comienza. En el bar hay, aproximadamente, 50 personas de las cuales no más de diez son mujeres. De todas maneras se hacen notar. Todos fijan su vista en las dos pantallas que se enfrentan, una en cada extremo del salón. Algunos bajan la vista para meter bocado, pero tratan de que eso ocurra en los laterales o en los saques de meta. La tensión crece minuto a minuto.
El dueño, que hace las veces de cajero, y los dos mozos juegan un partido aparte: Atención al cliente Vs. Pasión por el fulbo. Lástima que ni el dueño puede terminar de defender su postura y cede ante la mirada inquisidora de los garsones. De todos modos, ningún cliente osará pedir siquiera una pizca de sal hasta tanto comience el entretiempo.
El balón está perdido dentro del campo de juego, pero se reconoce más amistoso de los de azul. Las jugadas de gol son escasas y los “uuuuhhhh” exagerados. Piernas fuertes, un cabezazo erróneo de Ballack, algún lujo de Tevez y una mediocre actuación del referí se destacan en la primera fase del partido.

El obelisco, inmutable ante el nerviosismo de la situación, escoge el silencio. Son pocos los transeúntes que, al pasar, le gritan “vamos Argentina”. Él no responde. Pero escucha atento la radio de alguno que prefirió el relato de Víctor Hugo y se sentó a su lado a contemplar el paisaje porteño.

Del centro abastece a su clientela, exprimiendo al máximo los escasos quince minutos de intervalo. Los meseros no ven la hora de que empiece a rodar nuevamente el balón, pero ahora ellos ceden ante la mirada del jefe y corren de mesa en mesa levantando pedidos. “Este corre más que Mascherano. –comenta Lalo entre risotadas, refiriéndose al mozo mas joven, y se despacha- Te pido otra Quilmes y más maníces”. Otra vez, todos a sus puestos que empieza.
No habían llegado a acomodarse que ya estaban revoleando lo que tenían a mano. El “questa barra quilombera, no te deja no te deja de alentar” se oía dentro y fuera del local. Las minoría femenina aullaba a coro, el Lalo había perdido todo el plato de maníes en el piso, además del segundo botón, y aquel muchacho del rincón, menudo, solitario, que no había emitido sonido, gritó de tal manera que él mismo llegó a pedir disculpas. Ah claro, era gol de Argentina. Ayala cabeceó un corner de Riquelme y la pelota terminó en la red, a solo tres minuto de haber comenzado el segundo tiempo.
El entrenador que cada hincha lleva dentro brota como flor en primavera. Desde el fondo unos colegiales discuten el planteo: “Ahora hay que ponerlo al pibe Messi”. “¡No!, esperamos y salimos de contra”, responde otro. El Lalo, en tanto, no se queda atrás: “Estos alemanes son bravos, nos van a venir a buscar, vas a ver”. El partido entra en un terreno fangoso, donde Alemania busca como puede pero no encuentra y Argentina empieza a quedarse. El referí, localista por cierto, no quiere inconvenientes a la salida y trabaja para ello.

Los muchachos que se acercaron, con el resultado a favor, a 9 de julio y Corrientes no reciben respuesta alguna del estático monumento. Sin embargo se quedan en la plazoleta, rodean al de la radio y esperan.

Se acerca el final y, como si fuese una historia guionada, el segundo punto de giro dice presente: gol teutón. Una bomba. Klose, el goleador enemigo silencia a un país entero. Rostros pálidos. “Faltaban diez minutos, la puta madre”, dicen desde el fondo. Lalo, en cambio, saca a flote de lo profundo de su amargura el Nostradamus que lleva dentro: “Vieron, yo lo dije”. Los noventa reglamentarios concluyen y arranca el alargue. Todo muy parejo, nadie arriesga en el campo de juego. Tampoco en el bar, están callados, como sedados. El gol los dejó knock out y se respira un aire mezcla de pesimismo y esperanza. Pasa el tiempo entre nervios propios y calambres ajenos, y el arbitro pita. Ahora el clímax se desarrolla, lento. Van a penales.
Empiezan ellos. Neuville, gol. 0-1. Cruz, gol, 1-1. Ballack, adentro 1-2. Ayala, “noooo, Ratón, como pudiste”, lamenta Lalo. Las caras en el bar lo dicen todo, pero el tiempo no alcanza para tomar conciencia. Los segundos se esfuman. Podolski, gol, 1-3. Maxi la mete, con suspenso, 2-3. Borowski, “que hijo de puta, estos alemanes si son más fríos. No erran un penal ni que les pagues”, se exalta por segunda vez aquel menudito del rincón. Cambiasso, al llanto, a casa. Lehmann, el arquero, vuela contra su palo izquierdo y lo ataja.
Pasa todo tan rápido. La decepción todavía no es incorporada. Boquiabierta la hinchada en el bar, sigue mirando la tele, a ver si hubo un error, si alguien se equivocó y hay otra chance. Pero no. De a poco, uno a uno, se levantan y salen a la calle. Todo en un marco monosilábico, casi mudo.
Florida comienza a renacer, con suma tristeza. Las caras pintadas de celeste y blanco carecen de la sonrisa de hace dos horas. “¡La puta que lo parió!”, grita uno. “Vamos Argentina carajo –arenga otro y se envalentona- , ¡Todos al obelisco!”.

Y ahí esta él, parado, donde estuvo desde antes que empiece el partido. Blanco del abatimiento. Y la gente empieza a llegar, pese a la derrota. Lo miran y tratan de animarlo, le cantan, lo adornan. Así horas, venciendo a la derrota. Hasta que todo termina, y nadie se queda para barrer el piso, lleno de papelitos. Salvo él, obvio.

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