Lunes Santo

Algeciras es una pequeña ciudad portuaria, situada dentro de la comunidad de Andalucía, al sur de España. La distancia que la une con Madrid es de 670 kilómetros y llegar hasta allí por carretera demora alrededor de siete horas. Aquel era mi destino, más allá de lo que el destino tenía para mí.
Recién salido del trabajo, con dolor de cabeza y cansancio fui hasta la estación de ómnibus larga distancia Méndez Álvaro a comprar un pasaje hacia la ciudad que limita con el peñón de Gibraltar, pero me encontré con que no había pasajes disponibles para la mañana siguiente, por lo que decidí comprar un boleto hacia Cádiz, ciudad balnearia a hora y media de Algeciras, para las 9 a.m. De paso conocería otro lugar, otra playa y al fin y al cabo esa era la idea: llegar al sur y recorrer con total tranquilidad, además de ir a visitar a mis amigos Andrés y Pablo.
A las 8.23 hora madrileña me despertó mi compañera de piso. Por suerte tenía casi toda la mochila lista y hasta se podría decir que me confié un poco. Sin embargo el Metro tardó más que nunca y, hasta ese momento, no se me había ocurrido tomar un taxi, pero después de tres lentas paradas y varias uñas comidas me bajé, subí a la calle y tomé uno. Llegué, luego de atravesar corriendo toda la estación, a las 9.08. Obvio, se había ido. Al final no fue tan grave y tras hablar con una empleada de la compañía, pude subir al micro siguiente, dos horas más tarde.
El viaje a Cádiz lo pase escuchando música, mirando hermosos paisajes y charlando con Belén, una bonita joven española, andaluza de ojos y cabello negro. Chocolate de por medio entablamos un dialogo más que digno para un viaje en micro. Ella viajaba a Puerto de Santa María, su pueblo natal, ubicado unos pocos kilómetros antes de mi parada. No hubo arreglo, no hubo consenso sin embargo por ella, y sólo por ella, me bajé un pueblo antes de Cádiz. Al salir del bus intercambiamos correo electrónico y anoté su teléfono (yo no tenia ninguno para darle), pero a los pocos segundos un auto conducido por un joven la recogió y quedé en la ruta, en la entrada, en Puerto de Santa María.
No me quedó alternativa que arrancar de cero y, al fin y al cabo, no resultó tan mal. Caminé, informándome antes, en dirección al centro y al mar. Una, dos, tres, quince cuadras y comenzaron a aparecer los hoteles, pero no estaba para gastos holgados. De todos modos consulte precios: 60 euros el primero,
48 el segundo, 39 el tercero y siguió bajando al ritmo de mis pretensiones. Todavía no había llegado al precio ideal y tampoco conseguido una habitación disponible. Ya el cansancio se empezaba a apoderar de mi cuerpo, la mochila empujaba mi espalda para abajo, el agradable calor de verano me agobiaba.
Me encontraba en el centro de este pintoresco pueblo pero no podía disfrutarlo, la billetera no quería ceder, pero mis piernas pedían un descanso. “La fuerza está acá arriba”, pensé.
Tomé una calle angosta paralela al mar, a poca distancia de la playa. Vi dos hostales, uno en frente del otro, y enfile. En el primero quise abrir la puerta y estaba cerrada con llave. Toqué timbre y una voz cansina me atendió. “Buenas tardes -dije- busco un cuarto. Estoy solo y calculo que me quedaré únicamente una noche. Querría saber si tiene lugar y cuanto cuesta”. Me respondió repitiendo cada una de las señas indicadas: “¿Cuarto para una persona? ¿Para una noche? No, disculpe pero no queda ninguno”. La primera de mis dos opciones estaba quebrada, bajé la cabeza y crucé la calle desierta en dirección al otro sitio, a pocos metros.
Me chistan -este es el momento que me encantaría reproducir fielmente el sonido del pst pst pero tendrán que agudizar la imaginación-, me doy vuelta y tres jóvenes muy bonitas están paradas en la puerta del hostal que acabo de dejar. Yo sigo en medio de la calle; no pasa nadie. Claudia es rubia y delgada, cabello largo y ondulado, tiene la piel suave y un rostro angelical. Helena no tiene la altura de sus amigas pero es muy sensual, lleva lentes y un escote despreocupado, una blusa larga y semitransparente cubre -a medias- su traje de baño. Amanda es morena, de ojos negros y una belleza importante, tan exuberante como paisana. Ella toma la voz de mando.
“Perdona, que oímos que estás solo y buscas un lugar para pasar la noche -mi cara se empezó a desfigurar-; nosotras estamos hospedándonos aquí, somos tres en un cuarto con cuatro camas -seguía en medio del asfalto-. Si quieres puedes dormir con nosotras, en nuestra habitación”, remató. “Gracias Dios, -dije y abandoné por unos segundos mi agnosticismo- claro que si”. Cuantas veces fue imaginado, fantaseado. Cuantas otras idealizado. No me vengan con jugar un Mundial ni en la primera de Boca, este es el sueño del pibe, el verdadero. Me pidieron dos cosas: discreción, ya que lo dueños no podían enterarse que yo dormía allí, y que las ayude con unas bolsas de supermercado que cargaban.
Venían de la playa, de uno de esos días en que el sol acompaña cada segundo. Yo venía del micro, de uno de esos días en que el destino cambia los planes en cada curva. Una vez adentro de la pieza sacaron de cada bolsa un par de botellas de licores, recién comprados para la noche y comenzaron a pasar, una a una, a la ducha.
Yo seguía inmóvil, ya no en medio de la calle, pero si en la cama, incrédulo de lo que estaba viviendo. Las tres eran catalanas y estaban de vacaciones. Fuimos a cenar mariscos al puerto, luego, de nuevo en el hostal, preparamos los tragos y después nos fuimos de cañas por el centro. Si afiance o no la relación con alguna de ellas creo que ya no afecta al peso de la historia, pero la verdad es que si. Así que para ser lunes estuvo bastante bien porque, a todo esto, era sólo lunes y me quedaba toda una semana en el sur de España.
A la mañana siguiente me sorprendieron con el dato de que tenían coche y que me llevaban a Cádiz, pero al ir los cuatro a buscarlo a la esquina donde había sido estacionado, el auto no estaba. “Lo robaron”, decía entre lagrimas Claudia, la dueña. Buscamos, corroboramos las calles, consultamos y nos dijeron que tal vez estaba en la comisaría. Nos preguntamos porqué habría de estar ahí pero, perdidos por perdidos, fuimos. Efectivamente allí lo tenían; la noche anterior la procesión devota de una virgen del pueblo iba a atravesar esa calle y la Policía había retirado todos los automóviles.
Tal vez esa virgen fue la que me allanó el camino y me presentó a estos tres ángeles, o tal vez no y fue simplemente mi destino.

1 comentario:

Ezequiel dijo...

Grande pibe, aguante las catalanas.